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Tabla Redonda N°4 

(diciembre de 1959)

"El gran estratega"/"Nuestras credenciales".

"Juan Gris".

"Todo ángel es terrible".

"Para imponer su voluntad al papa. Acerca de los

intelectuales. Roger Vailland (Eloge de Cardinal de Bernis). Versión Manuel Caballero".

"Los cuadernos del destierro".

"A propósito de un Cezanne para el Museo de Bellas Artes".

"A propósito de la contemporaneidad del pensamiento venezolano”.

"Libertad-liberación".

"El arte de leer"/"Primeras palabras".

"Un libro, política y revaloración. Tres respuestas de Jesús Enrique Guédez".

"El prestamista".

"Reverón, la obligada soledad".

"Entre la loa y la destrucción"/"Premios y poesía".

Acosta Bello, Arnaldo. "El gran estratega"

Cuando Abel subió al autobús eran las 8 de la noche y esto tenía su importancia. La segunda marejada humana estaba ya en la calle y en los transportes colectivos venía colgando de los tubos metálicos. El abordaje lo hizo con dificultad, la puerta estaba cancelada por el gentío, embutido como en una botella.

Comenzó a llover. El calor oprimía con gran fuerza. Las mujeres se abrieron el cabello encima de la nuca. Gozaron las primeras gotas, después, como si obedecieran a una voz de mando, las ventanillas se cerraron chirriando entre los dientes de sus marcos. Los niños comenzaron a dibujar los cristales, empañados por decenas de alientos.

Un hombre que debía ser polaco se colocó detrás de una mujer. Evolucionaba como una gran mancha de kaki. Su panza dificultaba un poco sus propósitos. Sus ojillos azules se movían nerviosos, a veces se iluminaban como los ojos de esos animales que se atraviesan en las carreteras.

 

Abel ya sabía todo. El hombre parecía entender. La mano de Abel cayó hábilmente en el lugar donde la mujer doblaba el codo. Por la parte de arriba.

El polaco movió los pies. Abel se arrimó más. Había descubierto que la posición del hombre era tan vulnerable como su deseo. El autobús frenó delante de un semáforo. Un poco más allá se volvió a detener para tomar pasajeros. Era la suya.

Abel no se movió, no hacía falta. Todo estaba hecho a la medida. Cada vez que giraban los brazos de la portezuela, Abel escuchaba como un gran estratega. Los pasajeros entraban como echados por un cuentagotas. Tenía que completarse la dosis. Cuando el chofer cerró la portezuela y se alejó de la pa- rada, Abel ya ocupaba el lugar del polaco. Se había librado una batalla. Era cosa de inteligencia, o mejor, de entendimiento. Se esgrimieron armas perfectamente blancas. Los grandes ruidos solo se sintieron en el corazón de Abel y del polaco. Exteriormente solo ocurrieron cosas comunes dentro de un autobús. Entra la gente y los pasajeros de pie se ruedan para dejar sitio. Pero esta vez el sitio de Abel era el de un vencedor, mientras el polaco se escurría por la puerta de atrás y caía en el cemento como un saco arrojado desde dentro.

* * *

Había escampado. El autobús estaba llegando a término. Las ventanillas habían bajado una tras otra, solo en los asientos vacíos estaban aún levantadas. La mujer se sentó. Abel a su lado. En el primer asiento detrás del chofer. No pasó nada. El habló — ¿qué hora es?—. Ella no dijo nada, sonrió. Volvió a ha- blar: — ¿te fijaste cómo fue?—. Tampoco dijo nada, se sonrió.

Abel le había tomado una mano. Ella sonó la campanilla. El chofer frenó. Se bajaron. Atravesaron la calle. Caminaron por un pasillo subterráneo para peatones. Estaba profusamente iluminado. Las paredes eran de loza blanca como los baños. La gente iba y venía en diferentes sentidos. Poca por la hora. Ella le dijo: mañana. Abel preguntó: ¿dónde? Hablaron algo más. Después ella subió a una limousina. Encima había un letrero: PETARE-GUARENAS. Abel se quedó viendo la nubecilla de humo a medio metro del suelo. El carro se alejó a cierta velocidad. El humo no estaba allí.

* * *

De regreso Abel hizo cuentas. Tuvo lástima del polaco. Le pareció que cada vez que aquel se alejaba, movía la cabeza, miraba la mujer y trataba de regresar como esos perros que uno espanta en el mismo momento en que van a comerse algo. Después organizó mentalmente el día que mediaba entre su próximo encuentro. Nada extraordinario. Hacer las mismas cosas, ver las mismas personas. Sin embargo algo se movía como una bolita de azogue en su interior.

Abel durmió en los límites de su sangre. Fuera de esa frontera no había nada importante. Una silla al lado de su cama sostenía un montón de ropa húmeda. Había además un ropero y una mesa con una fila de libros, el cepillo y la pasta de dientes.

* * *

Cuando Abel despertó el sol estaba un poco alto. Algo de él se colaba  por los estresijos de la puerta y se arrebujaba en las sábanas. Debía ser tarde.

Cuando se amarró los zapatos, sonrió. Se terminó de vestir en la puerta. Justo  al salir se colocó el paltó. Se detuvo, tanteó los bolsillos, hizo un rápido inventario, y comprobó unas cuantas cosas. Era su costumbre. Luego, a pequeños saltos, bajó las escaleras. Era también su costumbre. Al salir se hizo unos cuantos saludos, según se iban presentando. Se detuvo frente a un puesto de periódicos, leyó los titulares. El odio a la Revolución Cubana chorreaba en letras negras y espesas por la cara de los diarios. Noticias internacionales. La mayoría de Washington. Una gran foto de Fidel. Lo detalló una vez más. La barba. Recordó los profetas y mentalmente repasó lo que había visto en El Silencio. El estuvo ahí. Ahora como entonces volvió a pensar en algunos políticos de su país. Sonrió. La punta de su risa se encajó en una figura medio rechoncha. Se reventó como un globo lleno de vanos aires. El viento se llenó de pequeños agujeros, como de viruela. Pateó un billete de lotería que tenía cerca y la bola de papel golpeó a alguien en la pierna. Perdón; Abel movió los hombros como si precisara de ese esfuerzo para entrar de lleno en el día.

La ciudad lucía una dudosa tranquilidad.

Habían quedado en que a las 8. Abel llegó a las 7,30. El lugar le era muy conocido. Se fijó en un reloj que remataba una torre de anuncios; no puso interés en la hora. Se detuvo bien en los letreros. A intervalos regulares descendía sobre él una luz más intensa. Levantó la cabeza. A su espalda un inmenso anuncio de neón cobraba y perdía luminosidad. Era eso. Leyó: EL REY.

* * *


Después caminó hacia las tiendas. Antigüedades, alfombras persas, algunos cuadros, un buen imitador de Buffet. Había uno de Petrovski, una naturaleza muerta sobre un fondo de cuadros azules y lila pálido. Era agradable. Miró en otra vidriera, una tienda de comestibles. Era de alemanes, a juzgar por los dueños. Vio entrar a un jefe de trabajo de 10 años atrás. Herr Ratz también lo vio a él. Dudó en saludarlo, mejor dicho, no se produjo ningún saludo.

Posiblemente el alemán no estaba bien seguro, o tal vez sería que aún tenía algún reproche que hacerle a 10 años largos. Se pegó más a la vidriera. Leyó, deletreando, los difíciles nombres en alemán que tenían los licores. Descifró el de un vino: LIEBFRAUMILCH. La leche de la mujer amada. Sonrió. Recordó a Bela, su amiga pintora. Era ella quien se lo había dicho. Herr Ratz salió cargando un plato de cartón muy bien envuelto. Lo llevaba en ambas manos, cerca de la barbilla, como oliéndolo.

Volvió a mirar en la vidriera. Había unos cuadritos blancos parecidos a azúcar. Decían: DEXTRO ENERGEN. Debía ser energía o energético. Tenía algo de esa cosa prusiana. Preguntó. Le explicaron que era azúcar de uvas, un gran energético. Tuvo malicia y compró uno. Cuando salió ella estaba allí. Se metió una pastilla en la boca.

* * *

 

La luz de los carros formaba un largo gusano que ondulaba, se partía por uno de los anillos y luego se volvía a empatar y seguía. Detuvieron un carro. Ella le preguntó si tenía mucho tiempo esperando. El dijo que no, y en seguida le susurro algo al oído. Ella rió mucho. Notó que no estaba pintada. Cuando pasaron Coney Island ella dijo algo. Abel respondió: oriental. A otra pregunta dijo no y a otra la contestó con un sí. Ella se pegó más. Abel la abrazó. El chofer tosió y los ojos le centellearon sobre el azogue del espejo.

Cuando se bajaron caminaron del brazo. La mujer dijo: ¿Qué hubo, primo?, y subieron a otro auto. Encima decía: PETARE-GUARENAS.

El primo era el chofer; Abel pensó: es una clave.

El resto de los pasajeros ya estaban dentro. El primo puso en marcha el carro y abrió el radio. Sonó música. Dos mujeres que viajaban delante se estiraron. Al lado de ellos un vecino de Guarenas, con las manos en las rodillas. De vez en cuando volteaba a verlos. Ella habló de música. Abel no contestó nada.

 

En ese momento vio cuando un animal cruzó la carretera. Se acordó del polaco. Todavía más allá tornó a mirar por el vidrio de atrás. No vio nada, solo las montañas como un dibujo en tinta china. Por algún lado había agua corriente, se oía ese sonido agradable, humano casi, cuando chocaba en las piedras. De un árbol inmenso cayeron unos gajos, secos y duros. No se oyó otra cosa. La naturaleza se cerró por un momento.

Se vieron luces a orillas de la carretera. Una rockola tocaba música mejicana y debajo de un árbol unos hombres jugaban bolas. Estaban en camiseta y tenían botellas de cerveza en las manos. Abel pensó: aquí debe ser.

El carro no se detuvo. Ella tomó un periódico y leyó un poco con el codo apoyado en las piernas de él. Debió pasar algo, porque entonces recostó la cabeza en el hombro de Abel. Este le puso el índice en los labios y ella mordió incisivamente y rozó la punta de su lengua con la yema del dedo. No se atrevieron a más. Aparecieron casas. Supo que esas barracas de zinc estaban habitadas por damnificados del Guaire.

Abel le preguntó si faltaba mucho. La mujer dijo que a las 2 llegarían. Se sorprendió. Ella soltó una carcajada. Un poco más allá le dijo: paga esto; y extendió cuatro dedos sobre su cartera, de esas que llaman “sobre”. Pagó. Cruzaron la carretera y el carro se perdió detrás de un cerro. Siguieron por un trecho de tierra. Vieron una vaquera. Ella sacó un manojito de llaves. Abel creyó que era en la vaquera. Ella lo pellizcó y soltó otra carcajada.

Entraron a un caserío. La mujer dijo: compra cigarrillos (mostró una bodega), y me tocas ahí (y señaló una puerta marrón).


Cuando Abel regresó estaban tres hombres pegados a la ventana. No saludó. Pasó al interior y se sentó. La mujer seguía hablando con los hombres. Estos pasaron. Delante iba ella, guiándolos. Abel quedó solo. Oyó que hablaban del alquiler de unos cuartos. Uno de los hombres dijo que eran cuatro y que todos dormían en una sola pieza. Ella los animó. La conversación se perdía demasiado. No hizo ningún esfuerzo por seguir escuchando.

Algo cayó al suelo desde el techo, detrás de él. Vio una mancha maciza y ovalada. La mancha corrió por el piso de cemento y subió a la pared de enfrente. Una cucaracha. Las alas eran duras y del color del cuero curtido. Abel la vio todavía otro rato. No se movía. Entonces le arrojó una colilla de cigarro. Tampoco se movió. Caminó hacia el animal con repulsión. El insecto se tiró de la pared y murió aplastado por el pie. Abel no contuvo su asco.

Los hombres salieron. Ella todavía los acompañó hasta la puerta. Después pasó donde él estaba. Cerró la ventana.

Eran la sala y un cuarto. La mujer pasó al cuarto. Abel vio un retrato sobre la mesita, era de ella. Encima había un letrero: ESTA SOY YO. Era necio.

La mujer salió del cuarto y encendió un cigarrillo. Las paredes eran lisas, sin adornos, ningún cuadro colgaba de ellas.

No había radio. El techo de zinc estaba clavado sobre unas vigas gruesas. Pensó: solo viene a dormir. Sintió malestar. El calor era intenso. Sudaban. Ella dijo: vamos, y pasaron al cuarto. Una cama grande y una mesita. Clavos en la pared y unos cuantos vestidos colgando. Mientras ella se movía él llegó a conclusiones: evidentemente no era prostituta. Además trabajaba en Caracas en un salón de belleza. Venía a dormir aquí, por lo barato tal vez. Estaba inquieto. Ella le mostró el “suiche’’ y dijo: apaga. Estaba muy oscuro. Hicieron luz de nuevo. La mujer se desvistió. Abel la veía hacer. Se desnudó también y apagaron. Se abrazaron con ferocidad, atravesados en la cama. Ella dijo: para allá y Abel la acomodó a lo largo. No hubo más. Fueron directo al hecho. No duró mucho. Ella no habló, habría tiempo.

En la carretera le había preguntado: “¿a qué hora trabajas mañana?”. Abel dijo que no importaba. Ella agregó: bueno, nos levantaremos a las 5. Habló de ir no sé dónde. Después insistió varias veces. También lo había hecho en el trecho de tierra. Después en la casa.

Abel no quería, no tenía ganas y no había dicho nada de esto. Al contrario, cada vez que ella hablaba de toda la noche, él decía que era buena idea. Sabría zafarse a tiempo.

 

 

La insistencia de la mujer había revelado una gran soledad. Se sintió mal cuando tuvo conciencia de esto.

* * *

La mujer se levantó, buscó un trapo y lo tiró sobre las piernas de Abel. Este hizo lo que debía. Después dijo: tomemos algo. No hay, contestó ella. (Lo que había pensado). Traeré de la bodega. No quiero, replicó la mujer. (Abel sudaba). Todo iba saliendo mal. Entonces ella dijo: bueno, vamos (y se puso una falda). Estaba atrapado. Ella dijo: vamos. Abel se resolvió: bueno, así me acompañas a la carretera, me regreso. Ella no dijo nada. Abel repitió: me regreso. Ella dijo: ¡quédate!, y se metió. Abel la siguió. Ella estaba sentada…

¡Quédate!, le dijo. Había algo terrible en aquel ruego, algo que él descubrió demasiado   tarde.   Una   gran   bondad   llenó   el   salón.   La   mujer   dijo: ¡quédate!...Abel lloró. Cuando salió a la calle, oyó: ¡quédate!.. Su corazón sonó como el océano. Se hundió entre la noche, el paltó tirado sobre el hombro derecho. Lloraba. El gran estratega había perdido todo al final. A la hora de las grandes resonancias humanas.

 

Pateó una piedra y dio con ella en la pierna de alguien; perdón, dijo. Movió los hombros, como si precisara de ese pequeño esfuerzo para huir.

Acosta Bello, Arnaldo. "Nuestras credenciales"

Existe (siempre ha sido así) la posibilidad de que una generación joven se enfrente con sentido crítico, de examen, de análisis, a otra de curso casi andado y cuya actitud suele ser en esta hora, la de inventario, la de resumen; una actitud más reflexiva (concedámosle) de historiar y relatar algo que constituya una maravillosa entrega, un testamento espiritual que se consulte cada vez que las circunstancias lo exijan. Los jóvenes no rechazamos tal herencia, conscientes como estamos, de que con ella podría elaborarse un pensamiento más tradicional, tomando esta palabra, desde luego, como algo que concede un sentido de solidez, de estructuración por un proceso de rupturas y acomodamientos y no como simples ensambles o eslabonamientos, que no constituirían otra cosa sino un cre- cimiento por yuxtaposición y una pérdida de criterio. Es justa, pues, toda irrupción que se haga a través de esa especie de camino real donde están las huellas de todas las generaciones y es más justo si ese tránsito se cumple con el auxilio de un buen instrumento que permita ensanchar la senda, desechar los atajos, conducir el camino más allá de donde quedó parado el último, para decirlo un poco esquemáticamente.

Esto revela a las claras que parte de ese camino nos es conocido, no solo porque en cierta forma ha sido también nuestro tránsito, sino porque hemos visto cómo lo han andado los demás, dónde se han caído, cuándo se han levantado y hasta el pequeño salto que dieron hacia la maleza, donde quedaron un poco embobados viendo pasar las nubes, mientras otros jaleaban y proseguían. Esa es la historia.

Tenemos nuestros propios pecados, frutos del afán creador, pero sería imperdonable que dos veces nos equivocáramos, una originalmente, de acuerdo a nuestra propia naturaleza, a nuestro genuino acontecer, y otra como se equivocaron los que nos han precedido, incurriendo en sus propias faltas. Esto podría traducirse de otro modo, diciendo que ajustamos las piernas, el corazón y la mente, que nos orientamos, que nos ubicamos y vivimos resoplando a pleno pulmón en la faena, delante del horno de donde vamos sacando las cosas cuando están a punto.

¿Por qué se mira con desconfianza una actitud que legítimamente nos corresponde y que no estamos en capacidad de rechazar, a fuer de diluirnos y hasta de inanimarnos y perdernos? ¿Por qué se rotula con etiquetas qué ya fastidia leer, lo que constituye la expresión de una actitud vital y valiente?

Ni el remoquete de políticos, ni aquello que nos representa como unos rebeldes contra todo, sin conciencia, sin experiencia y para decirlo con una desventurada palabra de última hora, sin credenciales, nos impedirán cumplir lo que a nuestro juicio debemos.

Para acreditarnos no precisamos espaldarazos. No faltaba más, que para alcanzar un estilo fecundo en la vida tengamos que postrarnos delante de uno de esos señores y recibir de sus manos el impulso y de su boca el consejo sabio y en- tonces así armados, matar dragones y desfacer entuertos.

Hay tanta equivocación en estos, como en los que convencidos o esperanzados de lo transitorio o inútil de nuestro afán esperan sentados a la puerta de su tienda ver pasar el cadáver de nuestra rebeldía.

O en aquellos otros, seguros de que una lluvia fría, una especie de  granizo, o un mistral, quemen los brotes que ahora ven de soslayo. Eso podría ocurrir según estos augures, después de los 30 años. Veremos.

Autor desconocido. "Juan Gris"

He aquí el hombre que ha meditado sobre todo lo que es moderno; he aquí al pintor que solo quiere concebir conjuntos nuevos, que no quisiera dibujar y pintar sino formas materialmente puras.

* * *

Sus bufonadas eran sentimentales. Lloraba como en las romanzas en vez de reír como en las canciones báquicas. Ignora todavía que el color es una forma de lo real. Y he aquí que descubre las minucias del pensamiento. Las descubre una por una, y sus primeras telas tienen el aspecto de preparaciones para obras maestras. Poco a poco se reúnen los pequeños genios de la pintura. Las pálidas colinas se pueblan. Las llamas azuladas de los hornos de gas, los cielos en formas colgantes de sauces llorones, de hojas mojadas. El artista conserva en sus cuadros el aspecto húmedo de las fachadas nuevamente repintadas. El papel floreado de las paredes de una habitación, un sombrero de copa, el desorden de los carteles pegados a un gran muro, todo eso puede convenir para animar una tela, para dar al pintor un límite en lo que se propone pintar. Las grandes formas adquieren de esta suerte una sensibilidad. Ya no son importunas. Este arte ornamental se esfuerza con tenacidad por recoger piadosamente y reanimar los últimos vestigios del arte clásico, tales como los dibujos de Ingres y los retratos de David. Alcanza el estilo como Seurat, sin tener nada de la novedad teórica de éste.

 

* * *

 

Sin duda, Juan Gris busca en esta dirección. Su pintura se aleja de la música, es decir, trata de acercarse a la realidad científica. Juan Gris ha extraído de los estudios que le relacionan con su único maestro, Picasso, un dibujo que pareció al principio geométrico que está caracterizado hasta el estilo.

 

* * *

 

Si esto arte progresa en la dirección que ha tomado, podría terminar, no en la abstracción científica sino en la ordenación estética que en definitiva puede ser considerado como el fin más elevado del arte científico. No  más formas sugeridas por la habilidad del pintor, ni  colores  que  son  también  formas sugeridas. Se utilizarían objetos cuya ordenación caprichosa tendría un sentido estético innegable. Sin embargo, la imposibilidad de poner en una tela   un hombre de carne y hueso, un armario o la Torre Eiffel, obligará al pintor a volver a los métodos de la verdadera pintura, o bien a limitar su talento a desarrollar el arte menor del vidrierista (hay en la actualidad  vidrieras  d e  tiendas admirablemente arregladas) o sino el del tapicero a menos que no sea      el del jardinero paisajista.

Las dos últimas artes menores no han dejado de influir en los pintores,     y el del vidrierista tendrá una influencia análoga. Este último no causará  perjuicio alguno a la pintura, porque no podría sustituirla por la representación  de objetos perecederos. Juan Gris es demasiado pintor para renunciar a  la  pintura.

 

* * *

 

Lo veremos quizá ensayar ese gran arte de la  sorpresa;  su  intelectualismo y el estudio consciente de la naturaleza le proporcionarán elementos imprevistos  de los cuales se desprenderá el estilo, tal como hoy éste  se desprende de las construcciones metálicas  de  los  ingenieros:  grandes  tiendas, “garages”, vías férreas, aeroplanos, etc. Es justo que el arte, en la actualidad, al tener que desempeñar un papel social harto limitado, se dedique      a la tarea desinteresada de estudiar científicamente y aun, sin designio estético alguno, la inmensa extensión de su propio dominio.

 

* * *

Las concepciones de Juan Gris  toman  siempre una  apariencia pura  y, sin duda, de esta pureza un día brotarán paralelos.

Autor desconocido. "Todo ángel es terrible"

Nuestro saludo de Año Nuevo para todos aquellos que sueñan y laboran en las profundidades de la noche, bajo la ardiente  mirada  del  sol,  sobre  la tierra y sobre el mar. Para los condenados y los libres; para los que  agonizan  bajo la dentellada de la muerte y los que acaban de nacer.  Para  los  que descifran las tinieblas y los leales guardianes de la inflorescencia.

Y también a los grandes muertos. Para los que con su vida encendieron la grandeza en el corazón de los hombres. Para los que probaron la violenta alegría de vivir y para los malditos y atormentados también. A los caídos en las gradas de los palacios imperiales, en plazas y calles y a los conductores de muchedumbres anhelantes; a Rabelais, Lenin, Lautreamont, Rimbaud, Van Gogh, Benjamín  Peret, Babeuf, Maiakovski, Esenin, Dante, Los Mártires de Chicago, Carlos Marx, Cuahtemoc, Francois Villón, Edgar Allan Poe, César Vallejo, Arcipreste de Hita, Quevedo, todos los alquimistas, Espartaco, Reverón, Los Caballeros de la Tabla Redonda, a los guillotinados por estar sedientos de justicia y a los que guillotinaron para hacerla cumplir; a los que murieron en los campos de concentración y en las cárceles; a El Aduanero, Varinnia, Toulouse Lautrec, El Negro Miguel, Laika, Taranta Babú, Rosa Luxemburgo, Whitman, a los desaparecidos, los Rosenberg, a todos los negros asesinados por ver una mujer blanca, Sacco y Vanzetti, Antonio Gramci, Kafka, Julius Fucik, a los payasos, titiriteros, volatineros y saltimbanquis, a los organilleros extraviados en las ciudades, a los piratas y marinos muertos en los océanos, Sandino, Julio Verne, Martí, a las hadas, duendes y gnomos, a los espantapájaros, a las brujas, a los hombres de Cromagnon y Neanderthal, a Prometeo, Andersen, a todos los que quedaron ciegos por ver el sol y el corazón de las llamas, Erostrato, Icaro, Galileo, Rey Arturo, Leopardi, Lope de Aguirre, el Peregrino, La Gioconda, Goya, Miguel Hernández, Federico García Lorca, El Lobo Estepario.

Caballero, Manuel. "Para imponer su voluntad al papa. Acerca de los intelectuales. Roger Vailland (“Eloge de Cardinal de Bernis”). Versión Manuel Caballero."

Bernis odiaba a los jesuitas desde el seminario. Llevado por las cir- cunstancias a trocar su escaño en los consejos del rey por un capelo cardenalicio, fue consecuente en su odio. Se distinguió así de los grandes señores de 1750, de quienes escribía a Choiseul:

“Nunca se ha podido contar en la Corte con la amistad, pero se podía contar al menos con el odio. Hoy los amigos son tan livianos e infieles como antes, pero los enemigos han dejado de ser irreconciliables... Nada más raro que encontrar hoy un carácter en la Corte…”

 

Bernis persiguió pues los jesuitas hasta Roma, haciendo elegir Papa a Ganganelli, con la condición de que disolviese la Orden. La promesa fue cumplida en 1773. La Orden de los Jesuitas fue reconstituida en 1814, pero Bernis había muerto veinte años antes, lleno de satisfacción.


Dedico entonces este elogio a quienes hoy se llaman intelectuales, como si servirse de su inteligencia fuese una profesión, para hacerles recordar que no basta denunciar para abatir, y que, así como un poeta no puede ser traducido y traicionado convenientemente sino por un poeta de un talento casi igual, es preciso al menos, para imponer su voluntad al Papa, hacerse cardenal.

***

Me pregunto a menudo por qué los escritores de mi generación, es decir, quienes debutaron en las revistas de vanguardia entre 1920 y 1930, no fueron en su mayoría lo que en París se llama arribistas y en Moscú (con severidad, pero eso existe, pues se le amonesta) carreristas. Situábamos tan alta nuestra vocación de escritores, que nos parecía muy natural que ella nos cerrase el camino de la fortuna y aún de la holgura; no era pagar demasiado cara la ambición de lo que se llamaba aún “una obra duradera”. Cuando nos sucedía que injuriásemos a la literatura, era en nombre de una mística, queríamos llegar a ser Dios despojándonos de lo que nos era más caro, o en nombre de una política, sacrificábamos todo para “cambiar la faz del mundo”, o aún por un tal amor de la literatura que rechazábamos en su nombre todo lo que había sido ya escrito como indigno de lo que de ella esperábamos, pero nunca por hacer carrera, y siempre pensando en el juicio de la posteridad y cuidadosos de que los futuros historiadores de las bellas letras elogien la belleza de nuestras injurias a la belleza. Tal vez hayamos sido una singularidad, una excepción a la regla. Virgilio y Racine fueron cortesanos, como Bernis, y si aquellos lograron obras que se califica un poco ligeramente de eternas, porque la mayoría de los hombres ya no las comprende, es tal vez por el feliz encuentro del juego de mano del artesano y de la época favorable. Imaginamos fácilmente cómo se explicará en función de las circunstancias históricas, de las luchas de clases, etc., ese fenómeno insólito aparecido con Gautier y Baudelaire, en vía de desaparición desde 1930: el culto del arte.

Me doy cuenta que hablo en pasado de mis amigos de juventud y de mí mismo, que quemamos tantas páginas, sin mostrarlas a nadie, bajo toda suerte de pretextos, en verdad porque los encontrábamos indignos de la idea muy alta que nos hacíamos de la escritura..."

Cadenas, Rafael. "Los cuadernos del destierro"

Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor. Pero

mi raza era de distinto linaje. Escrito está y lo saben —o lo suponen— quienes se ocupan en leer signos no expresamente manifestados que su austeridad tenía carácter proverbial. Era dable advertirla, hurgando un poco la historia de los derrumbes humanos, en los portones de sus casas, en sus trajes, en sus voca- blos. De ella heredé el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde el rostro de un rey como en exilio se fastidia.

 

Mis antepasados no habían danzado jamás a la luz de la luna, eran incapaces de leer las señales de las aves en el cielo como oscuros

mandamientos de exterminio, desconocían el valor de los eximios fastos terrenales, eran inermes ante las maldiciones e ineptos para comprender las magnas ceremonias que las crónicas de mi pueblo registran con minucia, en rudo pero vigoroso estilo.

¡Ah!, yo descendía de bárbaros que habían robado de naciones adyacentes cierto pulimento de modos, pero mi suerte estaba decidida por

sacerdotes semisalvajes que pronosticaban, ataviados de túnicas bermejas, desde unas rocas asombradas por gigantes palmeras.

Pero ellos —mis antepasados— si estaban aherrojados por rigideces inmemoriales en punto a espíritu eran elásticos, raudos y seguros de

cuerpos.

Yo no heredé sus virtudes.

Soy desmañado, camino lentamente y balanceándome por los hombros y adelantando, no torpe, mas sí con moroso movimiento un pie,

después otro: la silenciosa locura me guarda de la molicie manteniéndome alerta como el soldado fiel a quien encomiendan la custodia de su destacamento y como un matiz, sobrevivo en la indecisión.

Sin embargo, creía estar signado para altas empresas que con el tiempo me derribarían.

Yo, envés del dado, relataré no sin fabulaciones mi transcurso por tierra de ignominias y dulzuras, rupturas y reuniones, esplendores y derrumbes.

Un horóscopo me designó para existencia de llenura pero al tormento ceñida.

Yo no traía ningún mensaje. Mis pretensiones eran parcas. Los límites del sueño se conformaban en mí a los límites del temor. Cuando entré en uso de razón los brujos me amedrentaron con augurios de ineluctables desdoblamientos futuros. Sus revelaciones se han cumplido. Un día comenzó la mudanza de los rostros. Uno suplantaba a otro, sin cese. Tal día fueron cien, tal otro, mil; todos escenificaban una danza de posesos sobre mis hombros.

¿Dónde estaba el rostro que me legaron mis padres? ¿Acaso entre sábanas angustiosamente nupciales o frente a espejos sin respuesta

que los ojos de una doncella cruel incendiaban o en la memoria de una mujer que todavía sacrifica gaviotas para evocarme? Mi rostro, ¿dónde estaba? Debí admitir, tras doloroso evidencia que lo había perdido.

La niebla me lo devolvería.

Yo no era el mismo. Reiterados fracasos me habían herrado en la frente. Olvidé el idioma. Me sentía inapto para el amor. La implacable

angustia ceñía mi respiración. Mis propensiones fecundas estaban anuladas por intermitentes tormentas de nieve. Me había tornado primitivo, inextricable y perverso como un niño. Conformaba mis actos con ceremonias simples, igual que un salvaje.

Era silencioso como un piloto. Y cual traficante había abolido la confianza.

Mis restos se apilaban como los colores en una isla inerme entre tornados que nadie podía conjurar.

Yo era el guardián de mi propia desgracia.

Residente de un mundo poblado por imaginaciones sin sentido, en mis manos permanecían las marcas de los viajes que había emprendido,

contra prudentes avisos, a tierras sagradas.

De noche, bajo el acoso de sueños intranquilos, despertaba con un grano de sal en la frente.

 

Desasistido como el primer infante, cruzado a lo largo por miedos irrescatables, llevado y traído por una fuerza aún no identificada, tendí al

fuego humano los últimos carbones de una edad providencial. Disolución. Mi cabeza cayó cortada por hoja de huracán.

 

He resuelto mis vínculos.

Ya soy uno.

Porque esta que ahora comienza es la temporada magnifica de la claridad donde solo existe el haz indivisible de la amorosa conjunción.

Ahora mi corazón silbante, clarividente y numeroso riega sus sentencias prenatales, sus aromas yodados, sus impaciencias pueriles, sus

rumores de moscardón sobre la cebada, sus tinieblas fieles en la crueldad de estos parajes poblados por oscuros habitadores que suelen entregarse con frenesí a los desapacibles dioses de la espuma.

No obstante me irrita el tardío lienzo de los alcatraces porque no puedo descifrar su lengua.

En cambio me place el jardín de los soberanos donde habitan en espejos incomunicables los que han sido desterrados del amor.

Fatídico, doble, sensual, echadas ya las cuentas para mis logros futuros, me he esposado con un nuevo esplendor.

Fue el reino de las aguas.

Hice mis particiones.

Aguas en la memoria, absolutas como los desiertos, solamente el silencio del oro en el follaje puede compararse con vuestro espíritu.

Osaré recrearme en la evocación. Isla, deleitable antífona.

Horma de los cuatro puntos.

Asilo de los vientos sin paz.

Adelantándome y retrocediendo como un preludio abro las tierras

moradas.

Una naranja resplandeciente, sola, sobre un lienzo como un deseo.

La rama menos transparente de una constelación.

Un vaso de ron en las manos de un galeote.

Un viaje.

El monumento de la sal.

Una flecha que se dispara sola.

El beso, el ayuntamiento, el éxtasis y la culminación.

Los supremos vaivenes de las aguas irredentas.

Una colmena donde se oculta un arco iris. El rebaño de los puentes cuando el día cesa.

Nuncios de autodestrucción.

Un final.

Aquel alocado parloteo de los loros.

Las salpicaduras de los bañistas.

La hamaca que se balancea. Tomorrow.

"Yo quería separarme de él. Te lo juro. Amenazó con matarme. No me

dejes”.

Los dados de la noche.

Danzas frenéticas de seres que olvidaban 362 días del año.

Sofocos de bailarines.

Horóscopo. Aries. Persona hiperestésica, desconfiada, buen natural, deshilvanada.

Una mano que se tiende.

Alambradas. En torno el Orinoco, impasible vampiro.

Una carta que promete ventura.

Gloria con un conejo sobre el regazo.

Kid.

Otros.

Mi frente que se enferma en los ojos de los ciegos, nudillos de llanto

golpeándola.

Drop me by the corner.

Calles zumbantes.

Civiles multicolores. Dominio del verde.

El rostro de un verdugo en la taza de té.

Aves, aves, aves celéreas, breves, intonsas. Adolescentes como lanzas de ébano.

Una ciudad arrojándome del amor.

No maternal, pero ama de llaves órficas y otras filiaciones.

Gobernadores de las ciénagas.

Ablaciones.

Lutos seminales.

Torres de caoba.

Jazz bajo la noche blanca del Mar Caribe.

Carrousel.

Un lugar donde las brujas entierran a los niños abortados.

Tabletas para matar.

Pero allí hay, sin duda, un lugar bondadoso.

Calles manchadas de fluidos vegetales, de baba ebria, de sexo negro, de mugres provisionales, de hálitos sacros, de africanas

flexiones, de alas de loto, de mandarines venidos a menos, de dragones rotos, de fosforescencias de tigra, de aires balsámicos de amplios valles búdicos.

Una mezquita que se baña al sol en las colinas.

Aguas lústrales de una edad solo divisible por potestad sin denominación.

Armaduras de guerreros ya superados, en un museo.

 

Salvation Army. Ellos nos salvarán de la misericordia divina, de estos jirones de sangre al mediodía, de este violento traje de días

blancamente  feroces, de la hoja de puñal, de las vestimentas crueles, del falso amor, de la pupila fija de los ahorcados, de la pieza no cobrada, de la sangre en la camisa, de la tierra que sube un milímetro cada día como cicuta, de los buques fantasmas, del santo suicidio, de la prostituta coloreada hasta las doce y luego carne fláccida de recién nacido, de la media luz o media oscuridad, de las auroras débiles, de los ídolos de bronce sobre el mar, de las respuestas a las interrogaciones y viceversa, del sueño donde se hunden bajeles blancos, de las profecías, encantamientos, idus, dilapidaciones.

Calzadilla, Juan. "A propósito de un Cezanne para el Museo de Bellas Artes"

Un grupo de pintores de todas las tendencias ha iniciado con éxito una campaña financiera con el propósito de adquirir para el Museo de Bellas Artes un cuadro notable de Paul Cezanne, recientemente exhibido en la Sala Mendoza. Bastante conocida es la participación de este gran pintor en la evolución del arte moderno, para entrar en detalles que por sí mismos justifican una adquisición significativa para Venezuela por muchas razones. Los pintores que están al frente de la campaña (destinada a un éxito rotundo) comprenden ellos mismos que la adquisición de un cuadro de la calidad del que se nos ofrece es el mejor homenaje que podrá brindarse en el país a unos de los estilos más influyentes en la historia de la pintura venezolana.

¿Quién puede, además, negarle a Cezanne su condición de clásico? El es un valor universal como en otra época lo fueron Goya o Delacroix, para citar el ejemplo más cercano al genio francés. Hoy no es posible dejar de rendir admiración a Cezanne; en el caso de los pintores, difícilmente la época se sustrae a la influencia de este pintor; poco sabría del poco carácter de la pintura contemporánea quien no lo comprendiese en alguna medida. Nadie negaría que nuestro tiempo es deudor de Cezanne más que de cualquier otro pintor antes del Cubismo. Cezanne fue un clásico en el sentido en que supo compendiar la razón y el instinto en un arte que no esclavizaba su función específica como arte mismo pero tampoco a la naturaleza ante cuya belleza el pintor se inclinaba con profundo respeto y necesidad de verdad. Pero los que estaban sedientos de equilibrio o para los que buscaban la magia en el desorden de los sentidos, Cezanne siempre fue el punto de origen e inagotable fuente.

No podría poner en manifiesto la significación de la empresa de nuestros pintores si no me refiriera en un sentido muy particular a la influencia de Cezanne sobre algunos pintores venezolanos. Citaré el caso de Federico Brandt, quien a su regreso de Europa desarrolló su sentido constructivo de la composición, aprendiendo en Cezanne, contribuyendo también a la difusión de las obras de éste en Venezuela. La referencia a Cezanne es más pronunciada en Marcos Castillo, uno de los actuales maestros venezolanos; Castillo comprendió a Cezanne sin haber visto sus originales; estudio su manera de componer y desechando el intelectualismo del pintor francés, liberó sus condiciones de gran colorista a partir de la regla según la cual el maestro de Aix llegaba a la plenitud de la forma gracias a la plenitud del color.

El sensualismo de la materia en Juan Vicente Fabbiani no está reñido con una necesidad de ordenamiento y análisis, que este pintor desarrolló en una época pautada por el arte de Cezanne. El caso de la generación siguiente es todavía más elocuente. ¿Quién más que Alejandro Otero resume la experiencia de un grupo de pintores cuyo destino arrancaba de un primer contacto con el arte de Cezanne, en la única época en la cual, gracias a la presencia de Antonio Edmundo Monsanto, la escuela de artes plásticas pudo formar por sí sola pintores? Vázquez Brito y los que han basado su fe en la conquista de la forma expresionista o el signo abstracto mediante la inteligencia, tienen todavía una deuda con el pintor francés.

La dramática del pensamiento estético de nuestra época, en fin, estaba planteada en la angustia por expresarse plenamente que caracterizó a Cezanne en los tiempos tan confiados y amables en que vivieron los impresionistas franceses. La burguesía despreció a estos pintores que en medio de la miseria plasmaron sus sueños de libertad, pero lo que hicieron los impresionistas representaba todavía un triunfo sobre la realidad. Cezanne no se conformaba con esta fácil victoria, con él comenzaba el drama que alcanza hasta nuestros días.

No analizaré la importancia que tiene el hecho en cuanto a lo que significa una obra maestra de Cezanne en un Museo como el nuestro donde no existe hasta ahora una sola pintura de primera importancia universal. La cuestión se plantea por sí misma y justifica un esfuerzo que, por otra parte, no ha correspondido hacerlo al Gobierno sino a los particulares y, en especial, a los pintores. He aquí por qué el gesto de los artistas plásticos es de los más hermosos que con relación al arte se han visto en Venezuela. Esta empresa supone plena identificación de voluntades y un espíritu de sacrificio puesto al servicio de una idea que está por encima de toda estimación de lo personal. Yo creo reconocer en este acto de solidaridad una demostración de fuerza gremial factible de ser canalizada hacia grandes luchas.

 

Al fin una subasta de obras artísticas ha tenido una finalidad verdadera en Venezuela: ¡comprar un Cezanne! Por lo menos 55 de nuestros mejores artistas se suscribieron públicamente a esta campaña enviando a la subasta obras después rematadas por valor de más de 100.000 bolívares. Luego de poder asegurar que el cuadro "Madame Cezanne" se quedará en Venezuela uno lamentaría solamente que la falta de iniciativa de los organismos oficiales haya hecho prácticamente imposible la existencia de obras de gran valor artístico en nuestro Museo. Una actitud tan tibia frente a la obra de arte no elude la responsabilidad que pesa sobre estas esferas tímidas que no desconocen el hecho de que una obra de arte de mérito comprobado aumenta increíblemente de precio a los pocos años de la adquisición.

Una sola obra salva a un Museo. Esta frase que se ha dicho para referirse a los modestos museos del mundo que se enorgullecen de poseer una obra de arte famosísima, podría acaso tener algún sentido aplicable a nuestro Museo si es que la obra de Cezanne sobre la cual se trazan los cálculos para una compra sin precedentes pasa a ser patrimonio de la nación.

En otro sentido, la adquisición de esta tela podría ser el punto de partida de una política dirigida especialmente a procurar para el Museo obras de auténtica calidad, a fortalecer con mejores piezas las escuálidas secciones de arte venezolano e interamericano, a depurar el fondo de obras clásicas del Museo hasta el punto de dejar solo las que tengan algún valor, en beneficio de pocas pero excelentes pinturas. La reciente compra de una colección de grabados de Goya, de la edición de "Los Caprichos", de 1850, puede ser el primer paso de esta nueva política.

Por lo pronto el cuadro de Cezanne nos ha conmovido tanto como la campaña cuyo éxito pudiera ser en definitiva un triunfo exclusivo de la buena pintura.

Carrera Dama, Germán. "A propósito de la ´contemporaneidad del pensamiento venezolano´"

El estudiar de cerca la historia de las ideas políticas de  Venezuela depara al investigador grandes sorpresas, comparables a las que experimenta quien, convencido de que penetra en un desierto, se ve  de  pronto rodeado por  el bosque. Partiendo de la costumbre de subestimar nuestras expresiones culturales, o de  juzgarlas  no a partir de su conocimiento sino de la añoranza    de formas extranjeras, o de estados de conciencia originados en informidades circunstanciales, vemos cómo se aventuran juicios que no  por  sentenciosos  o de profundidad proclamada, dejan de revelarse menos falsos cuando los confrontamos aunque sea someramente con los hechos.

De actitudes semejantes ha surgido una tesis que, pese a remozado ropaje gráfico, sigue fiel su contenido original. Expresada hoy como falta de contemporaneidad, para referirse a inadecuación pretendidamente observada entre el pensamiento nacional y su realidad objetiva, lo fue en el pasado de  muy diversos modos, que variaron desde el ensañado enjuiciamiento del pensamiento liberal por Simón Bolívar en el Manifiesto de  Cartagena  de  1812, hasta la vulgar acusación de exotismo endilgada aún en nuestros días a posturas ideológicas avanzadas.

La constante pugna ideológica que refleja el acontecer de nuestra Independencia, evidente pese a los  esfuerzos  oscurecedores  de la historiografía belicista oficial, es quizá el ejemplo  más  acabado  de  controversia en cuanto al grado de adecuación de las ideologías a nuestra realidad histórica. Con mucho de ligereza se ha tachado de copia servil de instituciones extranjeras el primer ensayo de organización republicana. La historiografía oficial ha llegado a imponernos la imagen bolivariana de legisladores filósofos abocados a la consulta de  los  más  rebuscados  principios de gobierno, para aplicarlos inconsultamente a la realidad venezolana. De esta manera, y con olvido de la historia, se juzga  improcedente, por demasiado avanzada, una Constitución como  la  de  1811, que consagra la religión de estado, conserva la esclavitud y establece un régimen electoral censitario, cuando ya  la constitución  francesa  del  93 llevaba casi dos décadas sepultada y cuando algunos de sus  principios  ya habían enervado los ánimos de criollos y pardos de La Guaira, en la conspiración de Picornell, Gual y España, casi otros veinte años atrás.

En adelante, la acusación se mantuvo, pese a que nuevas circunstancias políticas atenuaron su virulencia. Así, aquellos "buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado  alcanzar  la  perfección  política”, del año 1812, se convirtieron en 1820 en  los  autores  de  una  obra ante la cual, según el testimonio bolivariano, "Necesito de recoger todas mis fuerzas para sentir con toda la vehemencia de que soy susceptible, el supremo bien que encierra en sí este Código inmortal de  nuestros  derechos  y  de  nuestras Leyes”. En el cambio de las circunstancias políticas  y  en  la vehemencia bolivariana encontramos la explicación de semejante tránsito.

Esta controversia continúa, a todo lo largo de la guerra, informando las opiniones y calificando las posturas de sus  actores.  Los planes  de  organización del gobierno del año 1813, la Asamblea  de  los  Cayos  de  San Luis en 1816, la de la Villa del Norte en el mismo año,  el  Congreso  de  Cariaco en 1817, el de Angostura, el de Cúcuta, son  todos  los  escenarios  donde las posiciones ideológicas se enfrentan y combaten. Terminada la gue- rra, el grupo liberal constituido inicialmente en torno al primer "Venezolano” reivindica la Constitución de 1811 y se aplica a echar las bases del auge de la corriente que representa hacia mediados de siglo. En suma, cincuenta años de inadecuación de un pensamiento como respaldo de su supervivencia; cincuenta años durante los cuales soportó todas las pruebas: desde la experiencia del gobierno hasta la oposición decidida del prestigio político más absoluto que ha visto nuestra historia —el de Bolívar—, pasando por actos de feroz represión.

¿Cómo podemos entender tal milagro de resistencia? Sin duda que no  será apoyándonos en conceptos tan desligados de lo histórico como el de la contemporaneidad concebida a la manera aquí comentada. Es decir, con olvido de las características del proceso  histórico-ideológico.  Mal  podríamos  entender los hechos sin atender a que no solo existe una forma de adecuación    de lo ideológico a la realidad objetiva que, en última instancia, determina su viabilidad, sino que en un momento histórico  dado  conviven  formas  ideológicas adecuadas a los diversos grados que pueden percibirse en el estado  de la sociedad. De esta manera, veremos coexistir diversas corrientes que responden a las necesidades de sectores sociales  diferentes,  pero  situados  dentro del mismo proceso histórico-ideológico. Todavía más, olvidan el papel extraordinario que desempeñan esas ideologías en la transformación de la sociedad, proceso que acentúa su adecuación, su contemporaneidad, hasta que llegan a constituirse en predominantes.

Pese a conceptos una y mil veces repetidos, pero faltos siempre de riguroso estudio, la búsqueda de esa adecuación forma parte de la dinámica de  las corrientes ideológicas, aunque ello no quiere decir  que  todas  la  alcanzan. El banco de pruebas, en esta materia, no puede ser sino lo histórico, que per - mite observar cómo ideologías inspiradas en el más absoluto  idealismo totalitario —al estilo de las corrientes fascistas— se hunde en  sus  propias  ruinas o declinan asfixiadas por su propia descomposición.

La perdurabilidad histórica de una corriente ideológica es, creemos, la prueba fundamental de su “contemporaneidad’' o  adecuación  con  la  realidad en que se desenvuelve. Se necesita la transformación de esa realidad para que   tal corriente ingrese de manera definitiva —jamás absoluta— al acervo de la Historia de las ideas.

Siempre en el terreno del acontecer venezolano, vemos  cómo  el alucinado optimismo liberal, fundado en la creencia apriorística de la perfectibilidad del hombre y de la sociedad, no impidió que esta corriente  cuajara en la obra reorganizadora del guzmanato, canevas sobre el cual se tejió la formación del Estado moderno Venezolano. Contrariamente una apreciación superficial, los interminables ajustes y reajustes no significan sino la búsqueda de una adecuación que no es producto de un desiderátum subjetivo, sino expresión de la influencia determinante de la realidad objetiva en la estructuración de los edificios ideológicos. Es la única vía para alcanzar la “contemporaneidad”, es, ni  más ni menos, el estudio y la experimentación de    la propia realidad. Solo gracias a un desliz idealista podríamos pensar en una adecuación preconcebida en la mente de pensadores preocupados por lo  nacional.

La más rigurosa y argumentada crítica de este aspecto de la pugna ideológica se halla contenida en la obra toda de Simón Rodríguez. Una de sus más felices expresiones nos la proporciona Fermín Toro cuando, en su denso enjuiciamiento de la Ley del 10 de abril de 1834, nos dice que “en materia de Go- bierno y de Legislación los hechos generales no deben despreciarse por mantener una teoría”. Cambiando las formas y los medios de expresión, esta tendencia del pensamiento venezolano no ha cesado jamás. Aún en los momentos más oscuros de la tiranía gomecista continuó con el fraguado de nuevas corrientes ideológicas y con una de las más trascendentales aportaciones a la formación de una conciencia nacional y a la comprensión de nuestra realidad: la obra del Maestro Rómulo Gallegos, en cuyo estudio tendrán que adentrarse los historiadores para comprender el panorama ideológico-político de Venezuela en lo que llevamos vivido del siglo XX.

Ahora bien, debemos terminar observando cómo lo que ha sido motivo de seria elaboración en nuestros filósofos sociales, corre el riesgo  de desvirtuarse en manos de filósofos de la cultura, pues éstos, quiéranlo o no — y su arsenal de argumentos así lo demuestran— deben  basar  sus  construcciones en el conocimiento profundo de un producto esencialmente histórico, cual es la cultura. Y es precisamente el alejamiento —y con  frecuencia el desconocimiento—, de esta condición histórica elemental de la cultura, y al decir esto pienso en el claro ejemplo contrario que ofrece la obra  de Pedro Henríquez Ureña, lo que ha llevado a algunos estudiosos de la  filosofía de la cultura a pretender suplir el conocimiento primero y primario   del hecho cultural por generaciones que suelen traducir, si hemos de ser generosos, solamente estados de ánimos del hombre-filósofo, los cuales invaden, norman y hasta conforman sus elaboraciones conceptuales. De esta manera, bien puede un estado de  desazón, filosóficamente tratado, conducir a   la constatación de una crisis cultural o ideológica. Pero, de nada vale que repudie desdeñosamente la tenaz presencia de los hechos. Estos, al fin y al  cabo, tienen en su haber un muy extenso historial de enterradores de teorías.

Duno, Pedro. "Libertad-liberación"

Hablar de libertad como un concepto determinado en contenidos concretos y reales, supone la visión de un proceso, la acción de un conjunto de fuerzas desplegándose en uno u otro sentido. Tratar el concepto de la libertad en su esencia dinámica, es tomarlo desde el conjunto de relaciones que le otorgan sentido y constituyen; de allí nace la relación entre los conceptos de libertad y liberación. La libertad aparece, luego, como un estado "X" del proceso de liberación; su contenido y realidad será el otorgado por la estructura del momento en que se encuentre el desarrollo de la liberación. La liberación no es otra cosa que actividad creadora del hombre, el desprenderse de la mera determinación biológico-natural, en el enfrentamiento y dominio de la brutalidad de la naturaleza. Esta lucha origina la primera gran contradicción de lo humano, ser algo distinto de la naturaleza, oponerse a ella como potencia productora de nuevos objetos naturales y de objetos intelectuales y espirituales; pero, al mismo tiempo, ser en y por la naturaleza. Así el hombre deviene como un ser encajado en el marco del determinismo pero se enfrenta a lo determinado dominándolo, dirigiéndolo conscientemente, encauzándolo en un proceso de apropiación, de utilización en la medida de sus necesidades individuales y sociales. Por ello se  ha dicho que la “libertad” es la conciencia de la “necesidad”. Entre el hombre y la naturaleza se establece un traspasarse cualidades; la naturaleza se humaniza en torno al hombre, se hace mundo-orden y el hombre retorna en cada momento a su dramática realidad biológico-natural, al volver a enfrentarse al determinismo que aún no ha podido hacer suyo en la evolución del conocimiento científico y técnico. Así, el hombre es naturaleza en el sentido general, mientras no ha convertido a ésta —a la parte de ésta en cuestión— en esclava de sus propias necesidades; por otra parte, el hombre es naturaleza en un sentido mucho más preciso en cuanto es consciencia, voluntad, actividad natural; es decir, el hombre es naturaleza plena, naturaleza total.

Este proceso nos da la pauta acerca de lo que contiene el concepto mismo de la libertad; el estado de dominio de la naturaleza está en relación inversa a las posibilidades del hombre, el ámbito de la libertad es señalado por la fuerza productora, por la humanización de lo físico.


Pero esta dialéctica de la naturaleza (naturaleza física-naturaleza física consciente) no se mantiene cualitativamente inalterable como un despliegue ascendente a partir de la lucha de un binomio. En su existencia social, el hombre domina la naturaleza, produce, crea; pero esta creación y esta producción llegan a ser su propia trampa. Los productos se convierten en realidades independientes del hombre y el hombre termina por convertirse en esclavo de los productos: los productos devienen mercancías, su valor de uso es absorbido por el valor de cambio, el hombre se convierte en un "productor" y el producto en un fin en sí. La gran contradicción de la Historia, el ser humano preso en su propia obra; produce para existir y termina existiendo para producir. La sociedad se hace inhumana. La mercancía hace sucumbir al hombre mismo, el individuo y la comunidad entregan su propia esencia, su existencia no es más para ellos: se venden como fuerza de trabajo: el hombre se aliena en la sociedad clasista.

A los términos libertad y liberación hay que agregar el de alienación. A los dos primeros correspondía una relación dialéctica entre necesidad y libertad como partes de la naturaleza plena y como posibilidades de la realización auténtica del hombre, del individuo y la comunidad. El tercer término representa la caída del hombre en un estado ajeno a sí mismo y encarna en las más diferentes estructuras alienantes como son la religión, la moral, el derecho, la metafísica —forma radical de la enajenación intelectual— y las especulaciones abstractas sobre la libertad "interioriana". Por ello las elucubraciones idealistas acerca del problema de la libertad  parten  de  un  abstracto,   producto de una forma superior y   tajante de la alienación: el escapar, el individualismo negante del verdadero individuo existente en su realidad vital, en sus sentimientos, pasiones y aspiraciones humanas.

La libertad queda, pues, como un “juego” de posibilidades  concretas, como un hacer esto o aquello; las posibilidades se despliegan ascendientemente en la medida en que le hombre despeja las incógnitas del universo y se reconoce como determinado consciente: se coloca en la posición de un determinado determinante. La liberación es el desenvolverse mismo de la libertad. El desenvolverse como ensanchamiento del horizonte de las realizaciones humanas; en un primer momento, como dominio de la naturaleza, como posibilidad de gozo de la existencia; pero luego, como el ir aniquilando las formas alienantes producidas por la escisión, y la sociedad clasista.

El problema de la libertad deviene así un problema de liberación; se trata de rescatar al hombre, de volverlo a un estado en que sea él mismo y para sí mismo. Entregarle al hombre la posibilidad del goce de sí y de sus luchas creadoras. “Que el hombre se adueñe de su ser universal en una forma universal, en tanto que hombre total”.

La liberación de la sociedad clasista, donde el hombre está reducido a nexos venales y contradicciones insuperables internamente, abre el camino de la libertad como forma superior de ser característica del hombre; como forma esencialmente humana de la naturaleza, donde se convierte la necesidad en libertad.

Fernández Doris, José. "El arte de leer"

“El libro está sentenciado a muerte. Algunos de ellos sobrevivirán, es bien seguro. Se conservarán en museos, entre la costosa porcelana victoriana y el barato yeso isabelino…”

Christopher Logue

La lectura, como fuente principal de conocimiento, sigue siendo todavía, en este tiempo, actividad limitada a una élite. El libro es algo así como un objeto raro y curioso al cual solo se acerca el público con un vago sentimiento de peligro. El quehacer diario y la preocupación constante de nuestro moderno vivir esta etapa de transición —modo de vivir anacrónico, si se juzga el adelanto alcanzado por nuestra vida— restringen demasiado la actividad lectora a una ingestión rápida, sin paladeo, de los artículos que aparecen en la prensa diaria y que con mucha frecuencia han sido escritos con la misma ligereza con que se leen.

Se nota cada vez más, en nuestro medio, la falta de una publicación como las que felizmente abundan en otros países. Especializada en los problemas del arte; dedicada a informar sobre estos tópicos y a difundir, en su más amplia expresión, las manifestaciones culturales sobre las cuales las páginas especializadas de los diarios se limitan a darnos una reseña incompleta y generalmente mal traducida.

Circulan algunas publicaciones semanales, pero consideramos que son tal vez lo más dañino para el desarrollo de la vida intelectual de nuestro país. Sus planteamientos transitorios y formales no pasan de ser solo ecos del momento, cuando para vivir nuestra época es necesario, entre otras cosas, entender el pasa- do y no olvidarlo.

Esa manera de subestimar o simplemente desconocer lo nacional, ese afán de presentarnos textos de un pequeño grupo —siempre el mismo— de intelectuales latinoamericanos va rígidos y más o menos acartonados es una de las muestras de su tibieza y falta de vitalidad. Se asume una actitud mezquina hacia lo nacional, Pero sin atreverse a plantear problemas  de carácter universal; se toma una actitud intermedia, hueca y viscosa, reduciendo lo cultural a su expresión meramente continental.

En estos días en que la tierra se está convirtiendo en una provincia de un mundo nuevo, madre de la pequeña Luna que es el verdadero punto de partida de su nueva historia, no podemos asumir posiciones neciamente regionalistas. Tenemos que saber valorar y apreciar lo universal y, entonces, con plena conciencia, expresaremos lo nacional como lo más profundamente nuestro,  matriz del yo, ambiente creador, que es normal, humano, inevitable y necesario reflejar para hacer obra creadora y verídica.

Fernández Doris, José. "Primeras palabras"

Yo aprendí cuando niño a irme más allá del horizonte, forzar mi geometría y salirme del tiempo y del espacio, siendo el espacio ajeno y aquel

tiempo mío subexpuesto. Desde un norte perdido viví mi  soledad: la soledad de Dios, llena de puentes y de abejas. Y descubrí una tierra, costa de barca  sola, corazón de abejorro.

 

Majestuosa y sabia, había contemplado las cosas y los hombres —su  gozo y su dolor, su soñar y su angustia— desde que el mundo es

mundo.

Mi tierra de palabras y sombra verde-gris de olivos ancestrales. Tierra de playa sola y de labios de mar, piedras de  mandarina,  murmullo 

de  naranjas bajo la lluvia blanca. Mi tierra de amapola cortada con los  dientes  en una noche Prusia brillante de vacío.

Me quedaré aquí, en sus ojos repletos: en sus labios furiosos, pero quietos.

Mundo sin estridencias, refugio de los barcos y las rocas marinas, catastro de lo azul. En su alma rural, bastión enamorado, duermen los

caracoles y se esclarece el agua en el barro cocido.

El sol está en su sitio y la calle en la calle. Tejados centenarios miran   fijo hacia el mar y un molino ya solo guarda bajo su pecho su  cal  y 

su  misterio, sus ruedas y su sombra.

En su cuerpo delgado de mañana se quedó mi mirada: en su mirada grande llena de sol y lunas, en su piel de azafrán.

Ahora necesito su apariencia, su perspectiva azul ensimismada, para poder mirar la madrugada. Ahora necesito su cintura viajera, su andar

entrecortado, su silencio velero y su cuerpo ilustrado —prototipo erudito— para entender la calle con sus gestos.

Como un poco de lluvia abandonada, quiero tenerla siempre en la mirada. Como una letra más de mi alfabeto, como el recuerdo triste de

algún  día o la vivencia clara de otro día.

Queremos conservar nuestro infinito y nuestra eternidad.  Queremos  más mar y más cielo y más olor a pinos y más ruido silencioso de olas.

Yo solo sé la arena, yo solo sé del mar, yo solo sé lo extraordinario.

En un otoño rojo y reposado, un peregrino ocre me regaló un gallo medieval de campanario.

Yo vivo masticando el amor en el desván dorado de una vieja mansión, señora de estas tierras.

Ventanas impasibles, amigas de lo verde. Senderos silenciosos porque saben de cuervos en la nieve y conocen del paso de conejos y

pájaras por su maleza veraniega.

En un cuarto callado, sobre un parque de luz, frente al bosque de cuento, entre libros gastados y estampas relumbrantes, las cosas, los

objetos,  un candil milenario y un almirez amigo de los seres humanos.

Nosotros solo tenemos el mar y el cielo para calmar nuestra sed de infinito. Siempre estaremos en el espacio y en el tiempo: la hierba y yo, y

sus cabellos. Allí tengo la rosa, la amapola y las piedras del mar y las redes mojadas en la arena mojada,  el corcho marinero y la tierra perdida, el río y  las hojas de sombra.

Allí viven las grandes rocas pardas; nos visitan las nubes, el mar azul  y negro y hasta las ocas grises de gritos transparentes.

Allí se tiene el aire con su agua, la sal, el pan y  las camisas blancas. Los faros con sus luces, la madera mojada, los peces pasajeros, los 

mil ojos   de espuma, el olor de la noche y la tierra que es nuestra.

Guédez, Jesús Enrique. "Un libro, política y revaloración. Tres respuestas de Jesús Enrique Guédez"

Un primer libro se siente como el más propio, las experiencias de nuestra infancia y las peores revueltas de la adolescencia unen la estrella y el asombro del sexo en la misma escritura de una noche; pero presiento que sea el más ajeno al lector. Son tantas, tan múltiples, claras o vagas, las imágenes, que ellas asociadas a los objetos que después hemos conocido o recibido indirectamente por la palabra, recrean un mundo con rasgos acentuados de propiedad. Si él tuviera suficiente vida independientemente del autor, personaje  central,  el primer libro alcanzará permanencia.

Es lo que podría decir de Las Naves [20], con sus tres tiempos del sumario:  la infancia, lo social y el amor.

***

La política no es mi enemigo, ni la he creído culpable en el hecho de que algunos intelectuales iniciados en la literatura o las artes, se encuentren hoy dirigiendo partidos. ¿Y los que ganaron hacia la industria, el comercio y, por qué no decir, la usura? ¡Ojalá las fuentes del ejercicio den pensar y el sentir, nos dieran por toda la vida de nación nuestros mejores políticos y hombres de empresa!

Las expresiones ideológicas de todas las clases y sectores de nuestra sociedad, nos han hecho más conscientes desde el momento que se concretaron  en programas de grupos políticos. Y el líder, ha pasado a ser —según la expresión del Presidente de Guinea, Sekou Touré, en el II Congreso de escritores negros— un representante de la cultura de los pueblos. Así las concepciones estéticas  sitúen tantos rumbos al por qué y para qué de la creación como artistas haya, la política seguirá siendo ciencia para acción consciente, asentada en leyes sociales, que no tiene razón de ahogar el acto puro de la creación. Al contrario, la realidad de una situación y lucidez de un destino individual o social, nos será más accesible con la ayuda de una ciencia que no tuvieros oportunidad de conocer como tal Homero, Goethe, Poe y Proust.

 

***

En revalorización hemos estado siempre, basta con repasar la obra y la crítica consiguiente a los escritores que les antecedieron, realizada por los grupos literarios más o menos homogéneos que ha habido en nuestro país. Pero es claro que no todas las situaciones se nos presentan iguales, trivialidad que puede ser fuerte para explicar las particularidades de las generaciones de hoy en el examen de los valores.

Los no tan lejanos de la dictadura —para ser olvidados con la facilidad de gobernantes “bajo techo”— forjaban una juventud amarga y dura, no amargada. Un buen número de jóvenes estaban en los primeros puestos de lucha, y habrían sido guerrilleros si el pueblo no hubiera arribado al 23 de Enero. Pero ese no es el único sector, y al lado surgían los que sintieron la dictadura desde su soledad, y muchos que obligados o voluntariamente vieron a Venezuela desde el exilio. Desde los tres puntos, la experiencia debería ser distinta; la crítica será diferente y con signos disímiles las obras.

Jordán, Josefina. "El prestamista"[21]

Raúl Montenegro [22] vino a Caracas precedido de una justa fama, fruto de sus actuaciones en diversos países de América Latina. A su lado, Fernando Josseau [23] se revelaba como uno de los autores teatrales más audaces de la nueva generación chilena. Cuando asistimos, un poco inquietos, al estreno de El Prestamista, nos fuimos sintiendo invadidos por el asombro que se convirtió en gozo ante esta cosa nueva y sobre todo, inesperada. No había nada que añadir a las cosas ya antes dichas sobre Raúl Montenegro: estábamos, no ante un actor, sino frente a un comediante, haciendo las diferencias propias del caso. Un gran comediante que nos conducía con un derroche de sutilezas por la trama de la obra, con una generosidad de expresión poco corriente en los escenarios caraqueños.

Y hablamos de esta generosidad, no por la necesidad de la retórica, sino porque en Montenegro está representada en aspectos fundamentales para el arte del actor: un dominio completo de la técnica, un estudio minucioso de la voz, de los gestos, del movimiento y del ritmo. El conocimiento profundo del hombre de su sicología, como fuente de creación. El extraer de la propia vida los recursos inagotables para la acción creadora. Solo un actor que tenga la inteligencia de acercarse profundamente a la vida, a la cultura, al hombre, puede ser un gran actor. Louis Jouvet escribía en su libro “Escucha Amigo”. “En el arte no se asimila nada sino para restituirlo. Es todo el arte de Actor”. Y es eso lo que hemos encontrado en Raúl Montenegro. Un hombre que tiene ricas reservas interiores y que sabe restituirlas en la escena, elaborar la fisonomía del personaje y luego volcar en ella todas las experiencias extraídas de la observación tenaz del hombre, del paseo intenso por las reservas culturales, de la disciplina que el actor se impone cuando sabe que nada será su Arte sino refleja los conflictos propios de su tiempo.

Raúl Montenegro ha encontrado, en El Prestamista, la manera justa, producto de una búsqueda justa, de expresar todos los matices del personaje; de expresarlos y de proyectarlos al público. Este, a su vez, reaccionó con la emoción natural del gran público ante un buen actor o una excelente obra. Lo que demuestra, de paso, que nuestro público ni es indiferente ni es insensible ante la obra de Arte.


Porque creemos que el comediante se hace a través de una lucha disciplina y seria, de un debate entre la existencia natural y la tendencia creadora, de la búsqueda constante de la Forma, del lenguaje de expresión, del contenido, de lo que realmente quiere decir, es que valoramos a Montenegro como un actor completo. Por lo menos, así lo ha demostrado en El Prestamista. Su trabajo además de emocionar, hace pensar. Y ya esto es una buena victoria para quien hace Arte como medio para acercarse a las otras gentes.

Hablando del autor, Fernando Josseau demuestra con El Prestamista, que cuando los conceptos son claros y precisos la obra tendrá esas mismas características.

No queremos decir que con esto todo estará resuelto; por el contrario, la aparente sencillez de la obra revela las dificultades por las cuales debió pasar el autor. Teniendo como base una anécdota que podría pasar desapercibida por lo muy corriente en nuestro medio, Josseau nos lleva de la misma mano, con soltura, con gracia por esas tres paralelas que son las vidas del panadero, el marqués, el financista, a través de las cuales asoma la del prestamista. El pequeño propietario. Guasón, inescrupuloso; el marqués, cínico, refinado y decadente, y el  financista, con su mundo de fórmulas para hacer dinero, más agotado y tal vez con un poco de bondad.

Entre los tres, el Juez plantea el Conflicto: ¿Quién asesinó al prestamista y por qué? Recorriendo la vida de estos tres señores discurre la trama de la obra. Es aquí donde Josseau hace gala de más talento: no hay nada artificial, prestado ni injerto, en su trabajo. Es la realidad, con todos sus pequeños y grandes problemas. Sin subterfugios, ni eufemismos, ni esa serie de virajes a que nos tienen más que acostumbrados muchos autores que evitan mirar las cosas muy de frente. Si acaso tendríamos que criticarle sería el acento un poco convencional que le imprimió al final, en nuestra opinión desacorde con el planteamiento valeroso del desarrollo anterior.

Lancini, Darío. "Reverón, la obligada soledad"

Ciertamente no es un misterio el que la vida dé siempre luz la vida, mas entramos en estupor paradójico cuando comprobamos que existen hombres que solo serán paridos por la muerte. De tal suerte parece que la existencia bajo la luz solar, no fuese en ellos otra cosa que la oscura gestación prolongada angustiosamente más allá del seno materno. Entonces el nacimiento no será al fin de nueve lunas, mas se verá cumplido cuando haya capitulado el cuerpo. En estos casos se dice por ejemplo: nació verdaderamente cuando la tierra daba su sexagésima quinta vuelta alrededor del sol, siendo la hora del mediodía. Será llamado Reverón y llevará de apodo “el desquiciado".

A partir de entonces el pasado no será. No habrá memoria que lo registre. Nadie recordará la piedra que puso para elevar la muralla de soledad que habría de cercarlo. Los que de niebla le poblaron el cuerpo para no ver su limpia desnudez, tendrán suficientes espaldas para llevar la culpa. ¿Quién admitirá que le negó tres veces, esparciendo la duda con muecas de escepticismo? ¿Quién rescatará  para  sí, la paternidad del apodo que sirviera de carnada a la piara de turistas?

Así, con exactitud matemática, teníamos los venezolanos que pagar nuestro tributo a la incomprensión. Teníamos que ser incrédulos frente a nuestro propio espíritu. Era necesario que nuestras manos tocaran las llagas para quemarnos y alcanzar la fe. No podíamos quedarnos a la zaga. Sí nuestra norma había sido elevar altares a la mediocridad, debíamos ratificar nuestra actitud. Seríamos audaces albañiles para construir el cerco de miseria y desconfianza alrededor del genio. Había que arrinconarlo. El silencioso apóstata debía ser condenado.

No existía el temor a equivocarse. La historia del arte estaba llena de precedentes. No sería el primero en ser castigado por haber entrado en compromiso vitalicio con la verdad. Las crónicas de arte de Venezuela no habrían registrado caso alguno de originalidad vernácula. No había memoria alguna que contara, que por agrestes caminos venezolanos se llegó al universo. Era mejor entonces ponerse a buen recaudo andando por senderos conocidos. ¿Para qué correr el riesgo de buscar horizontes en nosotros mismos, si astutos capitanes del arte habían dicho tierra señalando hacia extrañas latitudes? Que cada cual escogiera buen navío y allá el demente con su barca de piedra anclada en nuestras costas. Ya se encargaría la prensa diaria de saludar y premiar las juiciosas tripulaciones llegadas a puerto seguro. La muerte daría cuenta del porfiado y temerario navegante.

Porque una vez más, parece escrito con caracteres imborrables, que el tiempo presente es corta vestidura para ello, y solo llevarán ropajes de tiempos venideros, pues no habrá posada ni reposo para los hombres de  indomable mirada. Para los que, desnuda la cabeza de escafandra, asediaron la luz hundidos en las oscuras entrañas de nuestra existencia. Para aquel que supo ver con iluminadas y ardientes pupilas, que no solo en las manzanas de Cezanne; o en las coordenadas de Mondrián, sino más acá también, más cerca y más dentro, en nuestro propio paisaje y en nuestro ser, palpitaba la vida universal, hubo solamente la vigilia, la fatiga y la perpetua sed.

Comienza a dar la tierra su sexta vuelta alrededor del sol, después de su verdadero nacimiento. Es breve tiempo para dar fe de eternidad a una vida que se inicia. Llevamos aún sobre nosotros el lodo de la incomprensión, las sucesivas dependencias culturales a que hemos estado sometidos, han creado en nosotros un obstinado complejo de barbarie, no muy fácil de desalojar. Será éste quizás el único atenuante que presentemos al porvenir para recibir la absolución.

Sanoja Hernández, Jesús. "Entre la loa y la destrucción"

Esta nota fue concebida como una respuesta a un artículo de José Ramón Medina y fue llevada para su publicación en “El Nacional”. Razones que no discutimos impidieron su inserción en el “Papel Literario”.

La crítica oficial en Venezuela asume posiciones generales. Se declara valiente cuando acomete fenómenos vagos  e  imprecisos, posiblemente válidos para Escandinavia o Siam tanto como para nuestro país, pero es en sumo grado elusiva y huidiza cuando trata de bajar la  abstracción al reino de   lo concreto. Falta la precisión individualizadora de Semprum y Planchart y escasean antecedentes cercanos como Fabbiani y Lameda; hay una funesta derivación a la compilación antológica y a la loa periodística, ocasional o regularizada según priven los intereses de amistad o los apremios de la subsistencia.

Las llamadas generaciones literarias han sido víctimas de sí mismas en esto de la renovación que a su turno han querido introducir. Una de hace diez años pidió “revisión de valores" y mientras la hacía o no la hacía  fue afincando los que estimaba propios; otra aseguró que el nativismo y el criollismo desaparecerían a medida que la “nueva literatura” diera a conocer ciertas vanguardias y corrientes ultraístas, todo lo cual en macizo  resultó  cierto, no sin antes convertirse la propia revolución formal en un método demasiado estricto y retórico. Hubo una tercera que se aventuró a proponer un código ético en los  juicios artísticos y que a su modo endilgó un manojo  de insultos a la literatura filogomecista, hizo fama o fortuna, pasó, vi o y ahora ha quedado como superviviente consejera maternal para los casos graves     de sarampión juvenil en materia estética. Y colada en todas estas variantes, suerte de polizón literario, anda de paseo por  allí  una  crítica  extrageneracional que afirma, si la interpretamos a cabalidad, que Ve nezuela  es sede de genios antes que el fondo del mar, el Olimpo o las invisibles y sonoras regiones del aire.

La oscilación es entre la loa y la destrucción; quien no destruye, alaba.    O viceversa. Destruyen los que quieren abrirse paso;  alaban  quienes  ya  lo han hecho. Pero cada vez que surge un intento de ubicación, así él no  iguale  los méritos interpretativos con el caudal de honestidad (lo que en sí es una revolución de ambiente), ciertas ampollas se  levantan, cierto ruido se forma     y en un vuelco de historia todo pasa al archivo polvoriento o  a  los  anecdotarios picantes, poco, o menos.

En el país hay ejemplos y a ellos vamos. Miguel Otero Silva, novelista    y poeta a quienes algunos admiran como periodista, publicó “Casas Muertas" en los mismos momentos en que un grupo lo clasificaba dentro  de  un  poderoso y  ubicuo contra grupo con rasgos financieros. La historia íntima  de cualquier crítica sobre Otero Silva está ligada a estas aprensiones, más de una vez expresadas chismográficamente. Desde lejos, cuando vivía mos en México, leímos crónicas laudatorias, apologéticas, plenas de aparente sin- ceridad, que luego contrastarían con lo que oímos en tertulias y reuniones intelectuales de los postreros días de la clandestinidad. Guardamos en la memoria ironías contra determinados colaboradores extranjeros que prodigaban elogios a “Casas Muertas”, y jamás desaparecerán de nuestro recuerdo las ganas que abrigaba un joven y excelente escritor de enjuiciar duramente la novela de M. O. S., pero —¡eso sí!— con pseudónimo, para  evitar posibles consecuencias.

Lo que ha sucedido con Otero Silva, cuya  obra, como la  de  muchos,  está en espera del balance real, sucede con Picón Salas y Uslar, guardando las distancias y los matices de creación. Sin sorpresa, pues, hemos tropezado con una reciente reflexión del ponderado José Ramón Medina en la que alude a la “justicia literaria’’ en general, como si ésta fuera producto de alquimia u operación mágica. Con su sosiego habitual Medina quiebra lanzas en favor de Picón Salas y de la dignidad de la obra, mas a la hora de permitir  la valo-  ración reserva todo el terreno —así lo entendemos— a la literatura. De este modo, en Picón —un hombre que maneja tan diestramente las ideas y cuya cuenta ensayística penetra ideologías, corrientes del pensamiento, autores y sistemas— no es dable hurgar la falla conceptual en medio de la perfección formal; y a la vez el término “político” o "circunstancia” sirve para aminorar cualquier afán de discutir a Picón Salas en un plano que no sea el pu ramente estilístico o de lenguaje.

Nosotros no podemos compartir tal punto de vista. La dignidad de la   obra es una totalidad y su valor resulta cuestionable. Y quien como Picón ha trabajado fundamentalmente el ensayo no puede menos que asomar a cada instante la apreciación sociológica, el apunte cultural, la valuación política, la posición ideológica, y dar pie, por tanto, a la polémica. La “stalinización”, el liberalismo, el compromiso, el capitalismo de estado, el fascismo, las formas  de vida y de cultura, los monopolios, son temas que suponemos  reales,  inmersos dentro de la atmósfera actual y susceptibles de ser adheridos o rechazados, vengan escritos por Alfonso Reyes, por Uslar, por Sartre o por Camus. Acaso por ensalzar sin medida y por entender  la  literatura  como  oficio excluyente, cimeros escritores venezolanos de este siglo están a la  merced de los redescubrimientos, los apogeos y descensos momentáneos, las citas de pequeños párrafos. Así como de golpe en Lazo Martí se ve algo más  que el médico y en Ramos Sucre que el hábil aprendiz de idiomas, se agita contra Díaz Rodríguez —tardíamente— una bandera de reproches a  sus  escasas y bien revestidas ideas. No hablemos de la  obra  que  todavía permanece sin revisión responsable, a solas y a regañadientes. Blanco

Fombona, Gil Fortoul, Zumeta, Vallenilla Lanz, Pocaterra, merecen otros juicios que los de “condottiere”,  sublime  historiador,  gomecista,  teorizante  del “gendarme necesario” o memorialista trocado en embajador; y culpa  de todo esto, en parte, la tiene la pendular crítica que va de la oración laudatoria    al pliego político. Estos escritores piden análisis porque poseen obra; exigen voluntad crítica porque han manipulado ideas y concepciones; necesitan balance porque la dignidad de su trabajo creador apenas ha sido loada como elucidatoria y definitiva o impugnada como veleidad de las circunstancias históricas.

Tratar de ubicar a un artista —y tanto más cuanto más valga— no es iconoclasia. Si algo dijimos los de Tabla Redonda desde un comienzo, era que no llegábamos en plan de “rebelión moral” y que creíamos en la continuidad del proceso artístico. Algún lenguaje excesivo o cierta descaminada tesis particular no pueden ser atribuidos a propósitos de destrucción negativa que conduzcan a la afirmación de una obra que todavía no hemos hecho. Son desajustes menores en el deseo mayor de enfrentarnos con lealtad a nuestros productos artísticos, a los valores consagrados, a los que están por consagrarse o a los que algún día podrían hacerlo.

En el fondo, radicalmente, lo que nos separa de la crítica oficialmente acatada es el terror al chisme y a las valoraciones dobles. Lo que pensamos      en privado o en grupo semi-cerrado lo transmitimos, en lo fundamental, en nuestros juicios críticos. Actuamos sobre una misma línea  y  ojalá,  para  fortuna nuestra, no perdamos este don precioso que hemos visto esfumar se irremisiblemente en las sucesivas revistas, agrupaciones y generaciones literarias.

Caracas, 1959

Sanoja Hernández, Jesús. "Premios y poesía"

Aporte o mengua, discutir las razones de premios otorgados no es para nosotros lo decisivo. Hay que partir del hecho (los jurados funcionan para escoger) y no del deseo (los jueces están para satisfacer nuestras demandas estéticas). Ante jurados, antologías, prólogos y adhesiones tribales mejor es la abstención creadora que el asalto nihilista.

Tómese, pues, lo que vamos comentando como juicio propio, externo a la conveniencia o no de un premio municipal de poesía. Si hiciéramos lista de los favorecidos en años anteriores, expurgados quedarían varios, y añadidos otros. Gerbasi, Ida Gramcko, Sánchez Peláez, por nuestro lado habrían sido laureados una y otra vez.

En el de ahora, Benito Raúl Losada triunfó sobre poetas redondos. ‘‘El Reino” es un libro con rasgo, de una independencia que conmueve. Lo que llevamos leído de Rafael Pineda nos ha ganado en su intento de diferenciación y en el desvío hacia el diálogo, hacia el rato intelectual de la inspiración. Y el poema de Cadenas —“El Heredero Oscuro"—, con ser menos acertado que su otro libro inédito —“Los Cuadernos del Destierro—, introduce la sensualidad y la prisa experiencial en la perfección de un idioma que ha venido domando con paciencia. Entre esta triada finalista, no sin antes incluir esa miniatura fronteriza, que es “Animal de Costumbre” de Sánchez Peláez, (un surrealismo que a cada rato toma los límites del mundo cotidiano), habríamos escogido nosotros.

Puede que mañana, cuando conozcamos el poemario de Losada, nos acusemos de levedad y apresuramiento. No es este el problema. La creación anterior del laureado no la emparejaríamos a la de estos cuatro seleccionados. Por dos cosas: por desigual y por insegura. Baste como demostración que los dos poemas incluidos en el "Papel Literario” de “El Nacional”, concebidos como homenaje a Vallejo y Ruiz Pineda, persisten en el defecto imperdonable de vallejizar lo elegíaco. Falta propiedad. Y esto, en poesía, ubica.

Precisemos algo más. Pineda es un poeta que ya está cruzando y en él no se puede hablar de búsqueda sino de afinamiento, precisión. Sánchez Peláez, siempre asediado por la estética que comienza en Baudelaire, Lautreamont, Rimbaud y termina en Tzara, Breton y Eluard, es un solitario riguroso en quien la desesperación personal se excede dando un resultado contrario: espíritu selectivo cuya economía poética está comprobada.

Palomares, de “Sardio", sorprendió desde el primer momento. Ajeno al coloniaje y a las mercancías de ultramar, aunque bien es sabido  que conoce una y otra cosa, trajo una concepción personal de la creación. Su patrimonio sintético es difícil de igualar; su simbología, a veces dramatizada con efectos de inteligencia más que de vena, desconcierta. Palomares tiene mundo y sabe expresarlo.

Cadenas pertenece a nuestro grupo. Sus dos libros dieron pelea al final, en poesía y prosa. De uno se dijo que era hermético y, por cierto, lo es. Ahora, ¿morirá  la  poesía  por  hermetismo  así  como  ayer  se  enterró  por didáctica?

¿Coincide la claridad de una página demostrativa, científica, doctrinaria, con el destello de un verso de Blake, el trabajo cerebral de un Valery o la disposición no sintáctica de un Apollinaire?

Que estos tres jóvenes hayan llegado hasta las últimas deliberaciones del jurado municipal lo estimamos como positivo. Lo restante, es posterior y parcial, así venga de nosotros.

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Guillermo Sucre: “El legado de mi generación se llama Rafael Cadenas”

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