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Tabla Redonda N°2 (Junio 1959)

"Animal de costumbre"/"Tres o cuatro castañas".

"Observación a Juan Liscano".

"Manifiesto"/ "Sobre la rebelión moral y diálogo".

"Traducción. Texto original de Georges Mounin. Notas para un panorama de la poesía francesa".

"Caminos de nuestra pintura".

"Señal".

"El misterio de Cesare Pavese".

"Progreso humano y vida social".

"Función estética del Coro".

"Zhivago-Pasternak".

Una persecución. A Julieta. Capítulo de novela.

"La batallas del rey Alcor"/Notas para la “burguesía intelectual”.

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Acosta Bello, Arnaldo. "Animal de costumbre[14]

Juan Sánchez Peláez cumple en este libro una difícil misión que le está encomendada a la poesía: revelación.

Utilizando un lenguaje que demuele violentamente todo artificio nos entrega un grano limpio, una lección clara y bien aprendida de la vida.

Hay que decir que ella (la vida) no tiene preferencias por él, sino que lo pone en obstinado y tortuoso rumbo. Es así como ondula y hace su gran movimiento. Se compadece al mismo tiempo que padece, es valiente porque ha sobrevivido al miedo, ama y le procura tormentos al objeto de su amor, candoroso y casi perverso, solitario pero basta una “trompeta” para que sus “halcones salgan del follaje". Contradictorio en fin.

Desbordante de amor por la gente y las cosas. Llenan su recuerdo claridades fielmente trasmitidas, bellas referencias a sus mayores y hermanos. Actitud profundamente humana frente al hallazgo, lucha constante y triunfo de la ternura.

El paisaje y las experiencias salen quemantes por su aliento poético. La nostalgia de la tierra es una brasa viva y en su poema “animal de costumbre”, turba por la duda que exhala, y casi se coloca como un blanco, casi se da el tiro de gracia.

Brillante todo este desarrollo, esta historia a ratos triste, a ratos optimista. Autobiográfica y realmente grande la dimensión de su voz. No puede ser de otro modo. A su decir:

“Debo servirme de mí como si tuviera revelaciones que comunicar". Nos servimos del poeta porque él está en su libro como en la vida.

Suelen haber pocos casos en que el documento íntimo tenga suficiente hondura para que desborde los límites de lo estrictamente personal y deje de ser solamente eso, en tanto que se hace materia y pasión de todos, verdad objetiva, tangible. Tal cosa supone un ejercicio de hombre, una confrontación de la realidad, tanteo diario, valentía y justeza de expresión.

Para fortuna de la poesía, todas estas cosas fueron logradas en el libro que comentamos.

Acosta Bello, Arnaldo. "Tres o cuatro castañas"[15]

No hubo ni un adarme de mala intención cuando comentamos en una nota "ACERCA DE NERUDA"[1], las apreciaciones de Guillermo Sucre, aparecidas en la revista SARDIO, 3-4[1].

Hubo sí, desde luego, intención: Y no podríamos privarnos de tan bella cosa sin correr el riesgo de perder tintas y tornarnos grises en el propósito y en la acción.

Tampoco nos sentamos en una alcabala a cobrarles peaje a las gentes en tránsito hacia Neruda, implique esto, reconocimiento, negación, o en todo caso valoración. Estas cosas son de libre ejecutoria y dependen más de lo que pase en cada caletre, que de nuestro énfasis en determinados objetivos. Así pues, que ni quemamos incienso hacia unos, ni condenamos, con el sentido que se le quiere dar, a otros.

Condenamos sí, el método de presentar a Neruda, que en el caso aludido no acusa rasgo nuevo, por lo cual hallamos parecido con ciertas consideraciones que se han formulado. Y muy a pesar nuestro, esto es así. Las criaturas, en tanto que criaturas, guardan semejanzas, sin que esto quiera decir que posean la misma “sangre”. En efecto, al establecer tal relación, en ningún momento perdemos de vista la posición humana de Guillermo y está lejos de nuestro afán su desprestigio.

Pero eso mismo podríamos aducir en el caso de la nota: aparecida en SARDIO. Sin embargo, no concluimos así, y conste que esto no es para dar al César lo del César y a Dios lo de Dios, pues tal imparcialidad aniquilaría de antemano lo que a juicio del mismo Sucre Figarella nos resta por alcanzar: un diálogo fecundo, para el cual está muy bien que se pida eficacia. No podíamos de ninguna manera dejar de hacer lo que de nuestra parte consideramos que se  debía, entendiendo que así conversábamos, sin malas artes pero en tono sincero. Y aquí rechazo lo de “crítico” como título y me quedo sencillamente con un poco de voz, que en mi caso juzgo necesaria y exijo como mínima atmósfera. No me asfixia “cierto nerudismo empalagoso y arribista”, de lo cual no hay pruebas.

En ningún momento me salí del texto de SARDIO y si tomé fragmentariamente ciertas citas, trasladé sin retorcimientos los trozos. Esas son artes de herrero y estando al rojo vivo las puntas, no había que golpear sobre ellas, sino introducirlas en un poco de agua. Vino después la aclaratoria, que es como el humo que se levanta de dicha operación.

Pero tras el humo se ven las bayonetas avanzando cuando interroga acerca del carácter que a nuestro juicio merece cierta burguesía intelectual, contra la que, según se desprende de la respuesta de Guillermo, él poseyó el inmenso valor de romper lanzas, en tanto que sugiere en forma apresurada, la posibilidad de que por nosotros tal sector sea considerado revolucionario y por lo tanto nos sea caro. Tendríamos que remitirnos al principio de su nota, porque allí se halla, en cierta forma esbozada, la respuesta, dada de propia boca: me re- fiero a cuando G. S. dice de nuestra militancia, cosa que a estas horas es noticia algo tardía, pero que sin embargo da un índice para presumir cuál es nuestra posición en tal caso. No obstante, este último punto viene muy mal metido dentro de su comentario, pues por su enorme importancia debe tratarse como asunto, con valor en sí mismo como tema.

Al finalizar, lo hacemos advirtiendo que no tomamos la querella como balón y que no puede haber querella, sino diálogo. Nadie puede convencernos de que no haya parecido en los juicios de Sucre Figarella y los de Paseyro. ¡Y claro está! Sucre Figarella no es Paseyro ni se le parece.

Tampoco nos pasará como en una vieja fábula china de los Reinos Combatientes, donde un amaestrador, afligido por la miseria económica, ra- cionó el alimento de sus monos, al tiempo que les decía: “de ahora en adelante os daré tres castañas en las mañanas y cuatro por las tardes”. El resultado fue una ruidosa protesta de los animalejos. “Bueno —dijo ahora el hombre— entonces os dará cuatro castañas en las mañanas y tres por las tardes”. Y los micos palmotearon y saltaron de gozo.

De las riquezas de Juan Liscano, poeta de “Humano Destino” y  folklorista de talla, habló un columnista, y de modo inelegante. Nosotros, que  en plena adolescencia tuvimos en Liscano una mano orientadora, sabemos valorarlas muy distintamente, pesarlas, no olvidarlas en el momento difícil en que empezamos a  divergir de planteamientos suyos, un tanto desleídos por    la lejanía y un mucho desorientados por el huracán de escepticismo que sopla   en el espíritu del hombre que no estuvo “para melinches en la hora nona”.

A la Patria es posible verla desde lejos, mejor o peor de como la vivan desde adentro extremistas y moderados, y ese derecho no se lo vamos a oscurecer a quien tiene probados méritos para ejercerlo. A su tierra y  a  la agonía cristiana Unamuno las evocó desde su refugio francés, en 1924. Víctor Hugo cansó su pulso romántico en el exilio, y el semillero de la revolución florecía más en él que en el pequeño bonapartismo y el golpe de es tado. Y no    el escritor propiamente, un gran profeta del mundo que hoy  compartimos, Lenin, tuvo “desde lejos” una visión de su pueblo como jamás lograron  afincarla los  mencheviques literarios o los enamorados de la anarquía y la  Santa Rusia.

Vasta ha sido la Patria mirada desde afuera, vasta y contradictoria. A  unos la perspectiva, el salirse del fenómeno, los ayuda, y casi nos dan una imagen sólida, arquitectónica. A otros los enferma el retiro, sea porque el destierro amarga cuando se le mal vive, sea porque la separación originada en desapego brusco, crítico, pesimista, es consejera y enemiga al mismo tiempo.

¿Qué le está sucediendo a Liscano cuando nos exhibe esta Venezuela desmembrada e incierta? ¿Qué polvo de  museo envuelve su alma para tocar  con tanto miedo el deseo de avance de nuestras masas? No somos ingratos y pensamos que al poeta lo está matando una sinceridad que olvida los hechos reales y se sumerge en un archipiélago  de  verdades  particulares.  Su  Venezuela tiene rasgos evidentes que no objetamos,  pero  carece  de  un  impulso interno y se hunde en las conclusiones sociológicas de nuestra incapacidad como pueblo.

Por justo, Liscano resulta injusto. Aquel juicio sobre la Juventud Comunista y los sucesos del l° de mayo, no lo era histórico, sino periodístico. Aquel condenar parcializado de la juventud de AD era de ascendencia conservadora. Y esta acusación al PCV, innecesaria cuando no construye ni atina, pasa su línea por los terrenos de una clerecía interesada en exaltar extremismos donde ha habido corrección y alerta.

¡Si supiera Juan cómo su mismo estado visual lo comparten aquí centristas y quietistas! ¡Si adivinara cómo ante el empuje de los grandes contingentes y el retroceso de aquellos grupos que él llamó minoritarios, hay fieles de balanza que se caen de miedo con solo oír las voces vigilantes!


Yerra Liscano cuando cree, reiterada y conscientemente, que la mejor manera de mantener la constitucionalidad es situarnos en un punto fijo, congelarnos, hacer una entidad fría de esta unidad que por los cuatro costados está siendo agredida. El no combatir nos hundió, y no porque en 1948 se discutiera poco, sino porque se discutía lo secundario, burocrático o revanchista. Lo que la juventud quiere introducir, lo que las organizaciones revolucionarias quieren revelar como inapreciable secreto es, Juan, la falta de aire para los grandes problemas y la falta de amor para oponerse a los grandes peligros. Si esto es extremismo, mejor enterremos nuestros cuerpos antes de  que vengan los sepultureros.

A Liscano le hablamos así, desde esta revista que es suya, porque lo estimamos y porque cada palabra escrita por  su mano la leemos con avidez y   sin ánimo peregrino. Nos debemos mutuamente quienes con exilio o cárcel construimos algo de esta Venezuela que hoy emplazamos con tanto ardor. Nos comprometemos recíprocamente quienes con el pensamiento buscamos una salida honrosa para el  pueblo de las jornadas  que ya se quieren poner  a un  lado.

Desde Venezuela enviamos este mensaje a Juan  Liscano  con  la esperanza de que ni él ni nosotros — y menos por culpa colectiva —  la volvamos a ver martirizada y dura, ensangrentada.

Caballero, Manuel. "Manifiesto" [17]

A estos hombres les arrancaron a tiras la piel. A estos hombres los llenaron de escupitajos. No conocieron de mayores figuras literarias cuando el oscuro bodegón de “Guayana” tuvieron la propia mierda por almohada. Estos hombres comieron ratas para no morir, y el beri-beri que en la infancia tanto oyeron nombrar algunos, se instaló entre ellos como un viejo recuerdo familiar.

Había tuberculosos, obreros, vagabundos, estudiantes, campesinos, locos, sastres, poetas, un antiguo y viejo policía bigotudo, dos billeteros sifilíticos, adolescentes, santos auténticos y santones de parroquia, figuritas de papel y hombres completos.

En Guasina se reunían a veces por las  noches  para  maldecir.  Como eran presos, maldecían en primer lugar al sexo, el que había engendrado los Guardias, y el  que—creían ellos—les hacía gozar mientras sentían que poco  a poco el propio vigor se agostaba. Maldecían los hijos, y los hijos de los

hijos, y los hijos de los hijos de los hijos.

“...que el semen se les seque en los ijares."

“...que el semen se les seque en los ijares.”

“...QUE EL SEMEN SE LES SEQUE EN LOS IJARES."

 

Una noche, José Vicente Abreu recogió todas las maldiciones y los insultos, las pequeñas quejas por el pan “nacido" y las grandes por las madres “pintando mariposas en el aire". Escribió que había frío y calor, que había hambre y que no había deseo. Que había dolor, y que ya se estaba pudriendo Cosme Damián Peña. Que el viejo ojiazul de la hermosa violencia ya no tenía ni barbas, ni tabaco, ni hermano. Esa noche, en una noche, se escribió el “Manifiesto de Guasina", maldición colectiva.

Esto es un alarido. Cuando un hombre se muere de dolor, no tengo derecho a preguntarme si su grito cabría en un plano de cola.

Esto es un Manifiesto.

Caballero, Manuel. "Sobre la rebelión moral y diálogo"

Es un bien presuntuoso título, el de esta irreflexión. No queremos sin embargo vestir la túnica deslumbrante de los Grandes Consagradores —que  nos preste Alfred Jarry sus mayúsculas— ni lanzarnos en juicios definitivos, ni mucho menos presentarnos como el heraldo mesiánico de una generación. Tratamos solamente de plantear los problemas, pues es necesario que alguien lo haga. Y somos de opinión que es necesario abrir el diálogo, así sea a veces encendido y violento, entre gentes de una misma generación. Porque desgraciadamente debemos constatar que las anteriores a la nuestra han sido generaciones intelectuales desoladoramente mudas. Alguien reprochaba a los jóvenes escritores venezolanos la tendencia —calificada de perezosa— de inclinarse hacia la poesía mejor que hacia el ensayo o aún la novela. Pero muy pocos entre quienes dirigen ese reproche a los “nuevos” estuvieron ellos mismos en condiciones de lanzar la primera piedra.

En Venezuela —si exceptuamos la política, donde tantas veces el bizantinismo ha sentado sus reales— se ha discutido muy poco, y se teme a la polémica como al diablo. Todos los grandes talentos creadores de los últimos cincuenta años han rehusado, sistemáticamente la discusión, y no es suficiente la soberbia excusa de “yo me contento con crear”. De esto no se han salvado ni los más grandes —ni Gallegos, ni Ramos Sucre, ni el Reverón de los años lúcidos—. Cuando nuestros intelectuales consagrados se dirigen a alguien es generalmente para regañar a algunos jóvenes alborotadores. El diálogo —o aún la pelea demoledora— entre gentes de generaciones diferentes no se ha presentado prácticamente nunca en otra forma que esa palmeta del maestro satisfecho.

Sobre tales bases, ni siquiera un cuerpo de doctrina oficial ha podido integrarse, y ni para conservar han servido nuestras perezosas academias, mucho menos para defender algo que no han contribuido a crear. Faltándoles enfrente ese aliento polémico, los más brillantes de entre nuestros ensayistas, los Uslar Pietri y los Picón Salas han ido paulatinamente siendo reducidos a la categoría de memorialistas universales, tal vez contrariando la íntima voluntad. Porque si los viejos escritores consagrados tienen mucho de culpa en esta situación, no podemos ocultar sin ser inconsecuentes la dura crítica hacia muchos jóvenes tan cáusticos en la intimidad como ditirámbicos al llegar a las páginas literarias.

Esto nos lleva a otro terreno. Es necesario plantear la urgencia y los límites de lo algunos han dado en llamar la “rebelión moral”. Digamos abiertamente — ya abundaremos sobre esto en un próximo artículo — que no consideramos negativas en todo sitio y condición las rebeliones individuales.

Cuando los surrealistas levantaron esa bandera, supieron hacerlo llevándola hasta las últimas consecuencias: se impuso — cuenta Nadeau — a Aragón el abandono de sus estudios de medicina porque estaba prohibido “hacer carrera". Se lanzaron al asalto de la moral burguesa, practicaron un anticlericalismo feroz y vocinglero pero a la vez elevaron a la categoría dogma “l'amour fou”, el Amor Único. La rebelión surrealista pudo tener así esa calidad de fermento, y contribuyó como muy pocos movimientos intelectuales  a esa revisión — escandalosa, despiadada — de los valores éticos y estéticos de una clase llegada con el esclavismo colonialista al extremo de su degradación.

Pero una vez reventado el absceso, la Revolución Surrealista conoció sus propios límites. Y hubo necesidad — la guerra produjo una subversión de valores mucho más profunda — de escoger: o convertirse en “clowns” de una burguesía curada de espanto, o seguir siendo revolucionarios. Bretón quedó. Aragón y Eluard siguieron caminando... ¿Se volvieron a ratos juglares? Siempre fue ésta una condición más alta que la del bufón cortesano.

Si hemos insistido sobre el surrealismo, es sobre todo como punto de referencia, pues es a la actitud intelectual y moral que queremos aludir.

 

¿Podemos nosotros traducir —en el sentido lato de la palabra— importar tal cual una revolución semejante? No solo pensamos que ya demostró su relativa impotencia, sino que nadie ha tenido en este país coraje suficiente para  importar otra cosa que sus juegos intelectuales, sus “cadáveres exquisitos”, pero nunca su actitud de intransigencia moral, que es lo que dio a aquella rebelión su virilidad y su estatura.

Entre nosotros se ha hablado tal vez demasiado en estos últimos tiempos de responsabilidad con la propia obra, de mantener incontaminados los productos de la inteligencia.

Se ha hablado —aunque raramente escrito— de un Neruda comercializado, escribiendo a tanto el verso; de un Aragón encadenado al “espíritu del partido”. Y los ataques se hacen muchas veces en nombre de una actitud revolucionaria. Pero se olvida que el purísimo Saint-John Perse se llamó Alexis Leger entre las dos guerras, y que con ese nombre lo maldijeron en las cárceles y en las trincheras los checoeslovacos cuya patria entregó al nazismo en bandeja de plata. Guillermo Morón decía una vez a quienes éramos sus alumnos en un liceo de provincia que “lo fundamental era no contaminar su obra”. Esa actitud neciamente intelectualista —valga la paradoja— es sin embargo similar a la de muchos intelectuales que se quieren situar — sinceramente muchos de ellos— en posiciones revolucionarias, pero cuya rebelión queda circunscrita al amigo que escucha paciente y a quien a veces se logra comunicar el fuego.

Nosotros preferimos —aún a riesgo de parecer a ratos estentóreos, aún a riesgo de que se nos tilde de “sociólogos” y “proletarizantes”— una Revolución mucho más profunda.

Cadenas, Rafael. "Traducción. Texto original de Georges Mounin. Notas para un panorama de la poesía francesa"

I

 

Trazar el panorama de la joven poesía francesa en 1958, es tan difícil,     en el fondo, como formular un pronóstico sobre ella, y significa lo mismo. En efecto, según se acentúe tal rasgo, se esfume tal otro, se dé una iluminación diferente del mismo cuadro, los valores cambian. Y lo ideal sería presentar un panorama que ponga de relieve hoy las cumbres que todo el mundo divisará dentro de diez, dentro de veinte años.

Pero basta contemplar la poesía francesa de hace treinta  o  treinta  y  cinco años para experimentar las dificultades de tal panorama: pues, en 1921 ¿quién podía imaginar que Saint-John Perse iba a ser uno  de  los  grandes  poetas franceses de la mitad de este siglo?  ¿Quién preveía que el  surrealismo  iba a ser, no llamarada pasajera un tanto chillona, sino el  amo  del  campo poético durante un cuarto de siglo? Como el desarrollo real de la poesía no es siempre lógico ni siempre justo, ¿quién podía  pensar  que  dos  excelentes poetas de entonces, Saint-Pol Roux y Reverdy, no tendrían, a pesar de las apariencias, ninguna o casi ninguna influencia ulterior, y que serían eclipsados durante veinticinco años por un desconocido llamado Breton?

II

  

Hechas tales reservas, tratemos sin embargo de trazar este panorama. Desde nuestro punto de vista, el rasgo dominante de la joven poesía francesa     es, lo repetimos después de haberlo dicho muy a menudo, la falta de sustancia poética. No es que nuestros jóvenes poetas no tengan nada que decir, sino que casi todos dicen lo mismo, y siempre lo mismo. La  sustancia  de  la  joven  poesía francesa, vista desde cierta altura, se reduce a un impresionismo sumamente estrecho, a la repetición de un repertorio extremadamente limitado de emociones pobres y pequeñas. El noventa y nueve por ciento de los poemas franceses de hoy podrían llamarse: Impresión fugitiva. Los jóvenes poetas franceses no tienen padre, no tienen madre, no tienen hermano, no tienen hermana, no tienen mujer (queremos decir compañera de vida) no tienen casa,   no tienen profesión; jamás van al cine, ni al estadio, ni a bailes; no han oído nunca hablar de Juegos Olímpicos ni de Vuelta de Francia ni de  pesca  submarina ni de alpinismo; no leen  probablemente  el  periódico  ni  tampoco han oído hablar de Indochina o de Argelia, por ejemplo. Al menos nada de eso aparece en sus poemas. Un gran puerto (o un pequeño puerto) es para ellos materia para un paisaje impresionista-abstracto. Por lo menos el surrealismo tenía sustancia: el freudismo, el onirismo, el mesianismo de lo maravilloso, la denuncia estridente, aunque fuese superficial, de la realidad burguesa. Pero los sucesores de las generaciones surrealistas ni siquiera han tomado  esta  sus- tancia del surrealismo: solo han aprovechado sus técnicas formales, su retórica onírica, sus artificios para crear imágenes. Un poeta como René Char, por ejemplo, resalta profundamente por la extensión de su universo emocional: en Feuillets d’Hypnos, para no limitarnos sino a este solo volumen, muestra que una circular a los maquis, un envío de armas por paracaídas, una emboscada,   una ciudad rodeada por  los nazis,  el elogio  fúnebre de  un  camarada  fusilado, el retrato de un cobarde, son motivos que pertenecen también, a lo que la gran poesía francesa puede y debe nombrar. Pero la lección que la joven poesía  retiene de René Char no es ésa: es la copia absolutamente exterior de sus adjetivos, de sus ritmos familiares de frases, de sus aforismos heraclitianos.

III

El segundo rasgo de la joven poesía francesa actual es justamente la reproducción fiel, inteligente —en modo alguno interesante— de todas las formas poéticas probadas durante un cuarto de siglo: estamos invadidos por millares y millares de poemas a la manera de Eluard, a  la  manera de  René Char, a la manera de André  Bretón, de Supervielle  y de Aragón; comenzamos  a descubrir cada vez más poemas a la manera de Saint-John Perse y aun a la manera de Ponge y de Guillevic para no mencionar millares de otros, todavía menos interesantes, a la manera de Paul Valery y hasta de Mallarmé. Los jóvenes poetas se precipitan hacia las “formas exitosas” como si fuesen las prendas del triunfo. Todo eso es muy hábil, hay que repetirlo, artificioso, inclusive y desesperadamente vacío: se tiene siempre la impresión de haberlo leído ya, y mejor escrito, en Eluard o en Char o en Aragón precisamente, en Bretón, Supervielle o Saint-John Perse, Ponge y Guillevic, y en Valery, por supuesto.

 

No es que uno deba alarmarse al constatar la influencia de los grandes poetas recientes sobre aquellos que surgen. Este es un fenómeno natural: un gran poeta no engendra generalmente posteridad, sino que inicia siempre a algunos otros poetas aquí y allá, en el espacio y en  el  tiempo  —no  es  un padre, es más bien un partero—. Así, cuando se conozca mejor a  Eluard, se  verá todo lo que debe a Whitman, quien fue acaso el que lo “dio a luz” como poeta, pese a que tal cosa no se descubre, por así decirlo, en la superficie, cuando se lee la poesía de Eluard; igualmente Rilke, de quien sería imposible afirmar que tiene descendientes en la  poesía  francesa  (lo  que  resulta mejor, sin duda, pues no habrían hecho más que copiar su snobismo afeminado, su aristocratismo plañidero) ha iniciado, sin embargo, a más de un poeta que le debe, no el saber escribir a la manera de Rilke, sino el saber lo que significa la poesía. Si casi toda la poesía francesa merece un juicio severo es sobre todo porque se ha dedicado, por carecer de crítica alguna, a explotar formalmente   las retóricas en boga, y está persuadida de que eso es la poesía. Quisiéramos   para ella un poco más de inquietud y de modestia. Pero es de temer que encontremos a los brillantes poetas jóvenes de hoy haciendo impecablemente dentro de cuarenta años los mismos versos y los mismos poemas eluardianos;  así como existen hoy tantos irreprochables y pulcros señores de sesenta años   que continúan publicando poemas estilo Hugo o Mallarmé, al igual que en tiempos de su bachillerato.

IV

Este panorama donde lo gris disputa con lo negro no contiene, en rigor, nada que pretenda ser injurioso para nuestros jóvenes poetas: no les lanzamos ternos; cuando más, expresamos deseos. Grave sería callar (es preciso, ciertamente, estimularlos también, pero hay tantos  que  se  encargan de hacerlo); más alarmante fuera dejarlos adormecerse en la quietud de un interregno de mediocridad. Este panorama, bien mirado, significa que estamos  en un período de transición, donde la grandeza de lo que muere oculta todavía   la pequeñez de lo que nace: período durante el cual ningún ismo agita, irrita, organiza, domina el mundo y la vida poética. Los grandes acontecimientos poéticos de estos diez años son en efecto funerales nacionales, no nacimien -   tos: desaparición de Valery, desaparición de Eluard, desaparición de Claudel. Con respecto a estos tres hechos, ¿qué peso tienen los más ruidosos sucesos de  la joven poesía? El “lanzamiento” del letrismo no ha sido más que una pobre mascarada periodística, una experiencia  intelectual  absolutamente  mediocre. El “lanzamiento” de Malcolm de Chazal por Jean Paulhan no ha sido sino una superchería literaria muy parisina y el de Minou Drouet, algo así como  una vileza que no nos honra.

V

Y sin embargo, tenemos decenas de buenos poetas; mas nunca  lo diremos con bastante fuerza, esto no basta; la historia de la poesía, la vida misma de poesía no está hecha de la masa de los  buenos  poetas  de  una  época, la hacen únicamente algunos que son los mejores. El problema es distinguir aquellos que van a ser, o son ya, esos mejores. No se trata aquí de hacer una lista de premios, de alinear los cincuenta o  cien  nombres indiscutidos de la joven poesía; estos nombres,  por  otra parte, se encontrarán en las antologías de la joven poesía, de las que no  carecemos  en  Francia,  pues contamos con la de Marcel Béalu, la de Jean Rousselot, la de Louis Guillaume, la de Pierre Seghers.

Se trata más bien de advertir a tiempo las líneas de fuerza que  se perfilan, las tendencias, las direcciones, los relieves poco marcados aun en esta muchedumbre de nombres. ¿Quién promete trascender, ir más lejos o  más alto, aportar algo?

Una carencia evidente es la de una poesía que sea profunda y propiamente cristiana: es preciso decirlo, sin ningún ánimo de ofensa, a los cristianos mismos antes que a nadie. Claudel  está  muerto,  y  muy  pronto será ostensible que su catolicismo ceremonial, intelectual y sistemático es terriblemente frío. Patrice de la Tour du Pin, apila, en medio de una indiferencia general, Somme de poesie sobre Somme de poésie. Los nombres de Pierre-Jean Jouve y de Pierre Emmanuel han  perdido el brillo  que ostentaban: los jóvenes poetas ven las arrugas y la tensión retórica de    sus discursos.  La revista católica más atrevida, Esprit, que da oportunidad     a los jóvenes poetas cristianos, no cuenta con ninguno que anuncie la talla    de los grandes. Las otras revistas católicas ignoran casi totalmente la existencia de la poesía, inclusive como alimento espiritual. ¿De dónde proviene esta ausencia de poesía cristiana de alto vuelo? Sería largo, y aventurado, analizar todas las causas. Destacamos aún  lo  siguiente:  que  hasta la poesía anglosajona de coloración católica —la de un Eliot, un Ezra Pound— no ha tenido reflejos en nosotros; nadie parece creer  que  aporte algo, ni siquiera los más directamente interesados.

Objetivamente creemos que la poesía de extrema izquierda es la que, después de quince años, revela la mayor vitalidad. La Resistencia ha sido,  para todos los poetas que la han vivido, la ruptura con  un  encierro poético, un regreso al mundo, y no una  pequeña  experiencia  accidental  y  sin mañana. Después de la Liberación, todo lo que cuenta en  la vida poética,  todo lo que la anima, la vivifica, la hace reaccionar y disputar viene de la poesía de extrema izquierda: el balance del surrealismo y su relegación aun  no bastante definitiva en el pasado; el grupo de jóvenes poetas de la Maison de la Pensée Francaise en torno a Aragón, sus esfuerzos, sus debates, sus búsquedas; las posiciones de Aragón mismo, su lucha en  favor  de  un  retorno a la prosodia tradicional, la querella del soneto, las traducciones de Lorca, Maiakovski, Nazim Hikmet y Neruda  son  los  únicos  acontecimientos verdaderamente resaltantes, querámoslo o no, de la vida poética de esta última década.

No todo es puro ni perfecto en este hervor, pero es el  hervor  de  la  vida, con sus vivientes y verdaderos problemas,  aunque  sean  mal planteados, aunque sean mal resueltos: no es la menuda agitación facticia y forzada de los medios literarios periodísticos y radiofónicos, no es esa falsa   y mezquina febrilidad, ese falso y mezquino calor de los charlatanes de taberna. Es cierto que el grupo de los  “Jeunes  Poetes” se  habrá dispersado al cabo de algunos años, pero su experiencia habrá nutrido y madu rado a quienes la han hecho; es cierto que el retorno a las formas tradicionales es   una posición discutible, y discutida, superada —que acaso refleje más los gustos y dones de Aragón que las necesidades de la vida poética— pero Aragón se ha defendido con harta frecuencia afirmando que no era su propósito hacer de ello un imperativo absoluto y universal. Es cierto tam- bién que Maiakovski y Nazim Hikmet son más celebrados que asimilados verdaderamente en su más alta lección (mientras que el éxito de  Pablo  Neruda obedece quizá  al gusto defectuoso de la poesía francesa actual por   los torrentes de imágenes y de palabras). Pero todo eso es vivo, y es allí seguramente donde nace algo: en  esta  atmósfera de  discusión,  de  tanteos, de errores y de esfuerzos, de insatisfacción sobre todo, nace una poesía renovada, sustancial, rica, despojada del penoso olor a rutina  y a  encierro  que impregna el resto. Es en este ambiente  donde  notamos  dos  nombres más, dos promesas más: Juan Malrieu, el autor de Preface a l'amour y Gabriel Cousin, el autor de L'Ordinaire Amour y de algunos de los más bellos poemas políticos escritos en Francia en los últimos diez años. No son estos los dos nombres más citados habitualmente, pero son los dos que — junto con el de Liberati (°)— parecen haberse acercado más al objetivo  que nuestra poesía persigue: un arte de  multiplicar todas  las  comunicaciones entre los hombres. Malrieu, Liberati, Cousin: en nuestro panorama, ya son tres puntos brillantes; nos inquieta saber lo que llegarán a ser. Por ellos apostamos desde ahora.

Fernández Doris, José (Pepe). "Caminos de nuestra pintura"

La pintura venezolana está en una encrucijada. Se abren ante ella dos caminos: uno el de la facilidad y el decorativismo agradable, sin más; el otro el  del trabajo, la búsqueda y la angustia creadora.

Se destaca actualmente en Venezuela un grupo que, al margen de los naturalistas y académicos anacrónicos, es el verdadero representante de lo que podríamos llamar la joven pintura venezolana. Por su sensibilidad artística, por su preparación intelectual, por su preocupación y el grado de dominio técnico que han alcanzado, estos artistas constituyen la vanguardia de nuestras artes plásticas. Podríamos nombrar, entre otros, a Otero, Guevara, Régulo, Borges, etc.

Guevara se encuentra entre los más destacados de ese grupo y tal vez tenga más duende su dibujo; además, cosa bastante insólita en nuestro medio artístico, trabaja, es decir: produce. Podríamos, por lo tanto, tomar su obra como prototipo.

Nuestra pintura está basada en lo decorativo, lo agradable, la concesión al gusto del espectador. Se está confundiendo la técnica, el “oficio” con lo que debe ser la pintura. Todo se resuelve en cuidar la ejecución, se hace alarde de un virtuosismo más o menos brillante y, en definitiva, se usa mucho truco; así se llega al amaneramiento y al decorativismo más estéril, capaces de falsear la aptitud crítica de toda una generación. De seguir así, nos conformaremos con lo simplemente bonito, se nos olvidará la belleza. La pintura va perdiendo su más profunda razón de ser. No basta con saber dosificar sabiamente el color, ya que un cuadro no puede limitarse a ser una superficie coloreada. Ni es suficiente hacer alarde con la pasta, materia por lo demás pobre en sí misma, mero soporte del pigmento que hay que saber valorar. Es el pintor quien ennoblece la pasta, no lo contrario; eso no puede ser sino un recurso más, nunca un fin. Nos resulta imposible tomar esta pintura como el resultado de una estética particular y, en todo caso, no podemos aprobar su manera.

 

Hay que trabajar, sí, pero luchando violentamente con la naturaleza, no solamente con los materiales. Se trata de llevar a cabo una lucha desinteresada. Es una tarea ardua, llena de angustias; mas para pintar de verdad hay que saber agudizar la sensibilidad al máximo y no dejarse atraer por la facilidad; solamente así se podrá liberar la pintura de su estancamiento académico y decorativista.

¿No se limitará la pintura a tapar la tela? Un cuadro de alguno de nuestros jóvenes valores se caracteriza por su ausencia de profundidad. Nos  topamos contra un muro denso, ingrato, detrás del cual no hay nada porque solo se ha ocupado el autor de la apariencia. La imaginación quisiera escaparse por las rendijas que quedan entre las manchas de color, colarse a través de los blancos. Falta la verdadera fuerza, el grafismo como estructura, en lugar de esa dualidad antagónica de dibujo y pintura, cada una con su personalidad aparte, su vida propia. Ante uno de esos cuadros se piensa indefectiblemente en un parto sin dolor. Sí; falta el dolor, la angustia que lleva todo trabajo creador.

Poco es lograr cosas simplemente bonitas, cuando no se alcanza la belleza. Si se quiere hacer una obra que tenga algo más, una pintura que no sea mera superficie coloreada o una superficie cubierta de líneas de un trazado puramente reticular, hay que sacrificarse; cuando se quiere vida, verdad, en un cuadro, hay que dejar en él un poco de la propia vida, la sangre del pintor. Hay que llegar a conocer esa angustia que impulsaba a un Van Gogh. La obra de un pintor debe ser el reflejo de su situación vital, no solo una manera, un procedimiento.

Pedimos una pintura nueva, verdaderamente de vanguardia. Nuestra joven pintura de hoy es ya la pintura de ayer. El azarismo, el manchismo, el abstraccionismo geométrico, son jugueticos académicos. Para hacer esa pintura decorativa basta con haber asimilado los elementos que se imparten en cualquier academia. Para hacer azarismo o manchismo, en familia, ni siquiera se necesita pensar. (Un manchista como Pollock le confería cierta dignidad a su obra con su personalidad; él había pensado, aunque fuera antes). Lo que se hace actualmente entre nosotros es academicismo vergonzante. Si eso fue alguna vez nuevo o revolucionario, es ahora el mismo academisismo —del que se salvó un puro como Reverón— en el que se ha incurrido repetidamente.

 

No puede tampoco nuestra pintura caer en el intelectualismo sin salida del abstraccionismo geométrico, esa otra pared decorativa donde no se puede penetrar como se puede entrar en un Kandinsky o un Klee, por el que es posible viajar en profundidad y al través. El abstraccionismo que practican nuestros jóvenes se limita a lo agradable, descansa, y me imagino que tan poco fatiga mucho hacerlo. Es simbolista: primero simboliza y después abstrae. Es académico, fríamente perfecto en su técnica, pero le falta la pasión, el sueño, la imperfección que tiene toda obra que ha costado un trabajo que le concede un valor humano.

Hay que subrayar, acentuar lo esencial. En nuestra pintura debe dársele más importancia a la transcripción de una realidad, ya sea la de un Klee o la de un Gauguin, que a los problemas estrictamente plástico de ejecución o de “choque” formal. La validez de la percepción plástica individual no se ha perdido todavía, pero la personalidad pictórica del objeto, su realidad, tiene igualmente un valor que no puede nunca dejarse de apreciar demasiado; ahí toma toda su forma la expresión gráfica y pictórica. La reproducción del objeto debe tener un valor artístico de que carece el objeto mismo. Oigamos Gauguin: “Se dice que Dios tomó en sus manos un poco de arcilla e hizo todo eso que sabemos. El artista, a su vez, si quiere realmente hacer obra creadora y divina, no debe copiar la  naturaleza, sino tomar los elementos de ella y crear un nuevo elemento”. La reproducción de un objeto debe llevar en ella, además de su propia personalidad, un poco de la vida de su autor y de nuestra vida toda. ¡Qué diferencia entre la esposa de Francesco del Giocondo y el retrato que hizo Leonardo!

La percepción plástica de un artista puede lograr que una síntesis expresionista de un ser humano o de una sandía sugiera más la realidad que el propio objeto y, además, que sea una bella realidad, por su valor humano y su proyección vital. Para completar la idea que pude tenerse de un erizo, hay que haber visto uno de los que ha pintado Picasso; no podemos tener una vivencia de lo que es un búho sin haber visto la traducción gráfica que de él nos da el genial andaluz. Podemos conocer a Dora Maar y a Nush Eluard, pero nunca con la intensidad y la intimidad que tienen para nosotros después de que se han dado plenamente en los retratos de Picasso.

Expresar… El expresionismo es una de las conquistas de este siglo, hay que darse cuenta de lo que significa. El dibujo ha dicho Degas, no es una ciencia: es una manera de pensar. Hay que conservar el yo profundo auténtico, en un rasgo que no hay jamás que falsear como concepción a la manera del día o simplemente como sacrificio en nombre de la moda. Creemos en la magia de la línea. Nos conmueve la intensidad del grafismo de tal o cual artista. La explosión del signo, la liberación de la escritura puede ser uno de los caminos para lograr la  renovación de un medio de expresión que es algo así como ese alfabeto del mundo, soñado por Goethe.

Guédez, Jesús Enrique. "Señal"[18]

Con el respaldo de un grupo de nuestros jóvenes intelectuales residenciados en París, acaba de entrar en circulación el primer número de una revista literaria con el nombre de “Señal".

En la  mayoría son nombres ya  conocidos por sus trabajos iniciales  en las letras y las artes de nuestro país; podríamos  citar  a  los colaboradores de esta entrega de comienzo: Luis García Morales, Roberto Guevara, Néstor Leal, Hesnor Rivera, Jesús Rosas Marcano, Alfredo Silva Estrada, Atilio Richardson y Alfredo Chacón.

“Tabla Redonda” saluda con el deseo de mayores éxitos a la publicación de los venezolanos en París; y sabiendo apreciar la magnitud del esfuerzo y la intención de sus realizadores, deseamos hacerles llegar nuestra cordial felicitación.

Sería temprano y por demás apresurado juzgar el futuro de “Señal” por el contenido de su  primer número, pues  estamos seguros de  que el solo paso de acometer tal empresa evidencia la preocupación de los jóve- nes venezolanos en París por no perder el contacto con nuestra  vida cultural. Y desde Europa, —encrucijada del saber y  la cultura, como bien  se le ha tenido— esperamos recibir en las páginas de “Señal” la mejor contribución de nuestros jóvenes intelectuales.

Marrosu, Ambretta. "El misterio de Cesare Pavese"

La obra del escritor italiano Cesare Pavese se está imponiendo a través de las numerosas traducciones al español realizadas en los últimos tiempos, también a la crítica y al público latinoamericano. Su comprensión, sin embargo, no es de las más fáciles, especialmente por su integración con un momento cultural particularmente italiano. Lo cual no excluye una importancia de tipo universal: todo lo contrario. A través de ese “momento italiano”, se expresan las incógnitas y los conflictos que pesan sobre gran parte de la sociedad contemporánea.

Pavese tiene en la cultura italiana —no solo en la literatura— un peso de fundamental importancia y un puesto muy singular, a la vez que representativo de toda su inquieta generación. La generación que vivió bajo el fascismo y contra él.

De solo cuarenta y dos años, en agosto de 1950, después de haber luchado casi veinte años con la tentación de la muerte voluntaria, Cesare Pavese se dio, realizando lo que llamaba “el gesto”.

Uno de los aspectos más importantes de su actividad fue la de traductor y estudioso de la literatura norteamericana, que constituyó nutrición espiritual básica para su generación. Aun dedicándose esencialmente a la narrativa, se inició como poeta —su libro “Lavorare stanca”. (El trabajar cansa) recoge poemas escritos de 1931 a 1935 y del 36 al 40— y como tal cerró su labor, con las poesías amorosas de “Verrá la morte e avrá i tuoi occhi”. (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos). Pero su herencia es, más que propiamente literaria, una herencia humana, donde su propia vida interior tiene la mayor importancia. Por eso, su diario 1935-1950, titulado por él mismo, patética y lúcidamente, “El oficio de vivir”, no solo es importante para la comprensión de su obra, sino que es fundamental para la de toda la problemática humana de una generación.

Su narrativa nos introduce, con una prosa lírica a la vez que admirablemente simple, donde se funde la palabra cotidiana y hasta popular con un tono pausado, clásico, rico de alusiones, de evocaciones y de imágenes sintetizadas como solamente puede hacerlo un poeta, en el mundo de la realidad más común. Cuando relata historias de acción, su mayor esfuerzo parece ser el de pulirlas de todas las asperezas dramáticas, de evitar todo choque directo con los conflictos, de disminuirlas al nivel de la vida diaria. Pero, al mismo tiempo, cada situación, cada personaje, cada palabra, se presentan grávidas de un sentimiento trágico, que en nada desemboca, que subsiste como contenido último y confiere a toda la obra de Pavese una rara densidad.


Por ejemplo, en “La luna y las hogueras”, dominada por la naturaleza de la región piemontesa, nos encontramos frente a una narrativa que podría definirse como atemporal. En efecto, en esta bellísima novela —de un modo más claro y ejemplar en otras suyas— el tiempo es sostenido, así como se dice “sostenuto” en términos musicales. Un tiempo lentísimo, con un movimiento ondulante sobre pasado, presente y futuro. El clima lo da una estaticidad contemplativa, donde sin embargo persiste una ansiedad: algo debe pasar, algo pasa. Sin necesidad de llegar a una digresión narrativa y descriptiva, obtiene casi mágicamente una profundización del ambiente en el tiempo, una integración total del pasado en el presente…o viceversa. Principalmente en este último rasgo se expresa el misterio de Pavese: el pasado y sobre todo la infancia no tanto como recuerdo, sino como autentica presencia, como algo insuperable, más vivo que cualquier presente real.

A esta atemporalidad se añade el dominio absoluto, por encima de la cosa narrada, del estado de ánimo, de una palpabilidad exarcebada de las cosas —fuera de todo sensualismo vulgar: que trataría más bien de un sensibilismo— que lo lleva a la contemplación del ambiente y a la integración total del hombre con el paisaje. Y más que una acción dialéctica entre ambiente y personaje, la hay del ambiente y hechos ambientales sobre el personaje.

También en otra de sus novelas —“El compañero”— que se mantiene casi todo el tiempo fuera de sus paisajes preferidos —colina piemontesa y playa lígur— vemos la misma contemplación. Roma significó para este artista provinciano y casi campestre —consciente y convencidamente tal— sobre todo el encuentro con el mundo clásico, pero también el choque con las realidades más duras de la vida. En el libro se sienten con especial fuerza los aspectos “rurales” de esa ciudad, que abunda de ellos y que dan, precisamente, presencia viva a su “clasicidad”. Aquí a través de encuentros y acciones que llevan a un desarrollo bastante claro del personaje, subsiste la misma “suspensión” sobre los hechos. La ondulación del pasado sobre todo hecho presente no es tan clara como en “La luna y las hogueras” y trata de limitarse a unos pocos recuerdos y personajes, pero ese presente, que se trata de llevar a pesar de todo hasta las puertas del futuro, no engendra realmente tal futuro. Sobre la acción pesa una tragicidad inconsolable, que en ningún momento se convierte en conflicto fecundo.

Lo que tales clarísimas tendencias revelan es fundamentalmente una imposibilidad de creer en el hecho decisivo, en el hombre decisivo. Las obras de Pavese expresan lo que en su diario se hace completamente claro: una fe intelectual e los hechos, que no logra compenetrarse con la vida real, la vida personalmente vivida. Su concepción del mundo no domina en ningún momento sobre su sentimiento del mundo, que surge solamente de lo vivido, es decir de la soledad, de la hermandad con la naturaleza, de la piedad por el prójimo. Un escepticismo indomeñable, aún en relación exclusivamente a sí mismo, lleva a Pavese no creer sino en su experiencia fundamental, en los momentos en que, a lo largo de toda su vida pero principal y fundamentalmente su infancia, ha percibido el contacto con la materia viva, con los seres vivos, y así ha comprendido su propia existencia. Esto constituye su única experiencia positiva y lo único en lo cual puede realmente, como individuo, creer. Lo único seguro. Así, se expresa también Pavese su esencia pequeño-burguesa: su llegar a comprenderlo todo, su no poder dar más que tanto; su hipersensibilidad, su  terrible miedo a los golpes de la vida, su imposibilidad de transformar los convencimientos en fortaleza personal; la escisión incolmable entre vida personal y vida colectiva.

De este modo estamos acercándonos a la revelación del misterio de Pavese. No es un secreto que el escritor era comunista, y esto no ha dejado de provocar ciertas extrañas muestras de simpatía frente a su muerte, de la cual se ha querido, naturalmente, hacer responsable la ideología a la que se había adherido.

Pero una ideología no mata. Lo que puede matar es la imposibilidad de satisfacer con ella todas las exigencias de un hombre. Quien cree que una ideología puede dar la felicidad es bastante ingenio. Y menos aun una que no quiere ser un consuelo a los padecimientos terrenales, sino completamente una explicación de la situación del hombre en la soledad, de sus tareas y de sus perspectivas. La soledad de Pavese y su “vocación por el sufrimiento” —como alguien dijo— vienen de su inmenso deseo amoroso por el hombre, que ha chocado dura e irremediablemente contra una sociedad cerrada a tal pureza. En él particularmente —y lógicamente— ha chocado también con el amor por la mujer, refugio que buscó inútilmente hasta la muerte.

Es interesante ver cómo, analizándose a sí mismo en una página de su diario fechada en 1936, se descubre ya con la misma claridad del final de su vida: “…Es un optimista. Lo espera toda la vida… El autodestructor no puede soportar la soledad. Pero vive en continuo peligro; que lo alcance un frenesí de construcción, de arreglo, un imperativo moral. Entonces sufre sin remedio, y podría también matarse”. La idea del suicidio lo ha seguido, clara e insistente, por toda su vida. No poder salir de una soledad atroz lo hacía espantosamente cruel consigo mismo: “Seamos sinceros. Si se te apareciera Cesare Pavese y hablara y tratara de hacerse amigo tuyo, ¿estás seguro de que te sería odioso? ¿Confiarías en él? ¿Quisieras salir por las noches a conversar con él? Y ya decidido a matarse, perdido definitivamente en su angustia, escribe esta frase patética, testigo a pesar de todo, de su profunda coherencia: “Mi parte pública la he hecho lo que podía. He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos”.

Al principio de esta nota, identificamos la problemática de Pavese con al de una generación. Una generación cuyo anhelo humanista se debatió entre las garras del fascismo y buscó sus raíces en los clásicos griegos y latinos y su liberación en el naturalismo crítico de la literatura norteamericana, donde encontraba una humanidad joven que expresaba sin frenos su alegría y también su drama. Una generación estudiosa y consciente, que sufrió y luchó por la libertad, pero que en parte sucumbió, consumida por el mismo esfuerzo de resistir a la coacción de una dictadura y a la incomprensión de una sociedad brutal. Algunos, han seguido resistiendo. Otros, han recibido de su ideología, y de su propia fuerza interior, la capacidad de continuar luchando y encontrar así el final de su soledad. Otros, han muerto.

Oparin, Alexander Ivanóvich. "Progreso humano y vida social"

Es poco probable que en los últimos milenios el hombre haya sufrido repentinas y sustanciales modificaciones  biológicas, pero en este perío do ha adquirido un poder jamás visto antes sobre el mundo.

En efecto, se desplaza sobre la tierra más veloz que la gacela, puede atravesar el agua mejor que los peces, y va más lejos que las aves en su vuelo.

Y esto no ocurre porque en dicho período le hayan crecido  alas, nacido branquias, o brotado patas velocísimas.

La potencia adquirida por el hombre es el resultado del desenvolvi- miento social y no de un desarrollo biológico individual. De ello encontramos pruebas a cada paso y también hay ejemplos en un campo de experiencia puramente biológica, como es, el aumento  del  promedio  de vida humana. Fueron necesarios decenas de milenios y centenares de millones de vidas humanas, para que, por vía biológica (el proceso de selección natural) el hombre se hiciera resistente a determinadas bacterias; pero solamente en los últimos dos o tres decenios, ha  dado  en  tal  sentido un enorme paso de avance.  Actualmente en  particular, el  hombre vence  con gran facilidad los agentes de la pulmonía o  la  septicemia, cosa que  hasta poco se lograba con dificultad. Pero esto no se ha logrado por el    hecho de que el organismo humano haya devenido de  por sí más resistente en el proceso biológico, sino porque el hombre usa los antibióticos  obtenidos en la industria y sin este don del desarrollo social, aun hoy, el hombre sería tan víctima de las enfermedades como hace cien o doscientos años.

Por eso yerran los científicos que solo ven el devenir del hombre basándolo sobre un extraordinario perfeccionamiento biológico, como si el hombre debiera desarrollar una cabeza del tamaño de un tonel de cerveza, o como si debiera de transformarse por su inteligencia, en una especie de superhombre. El largo camino real del progreso humano no pasa hoy  a través del desarrollo biológico de la personalidad individual, sino a través  del perfeccionamiento de la vida social, a través del progreso de la forma social del movimiento de la materia.

Pereira, Raimundo. "Función estética del Coro"

La denominación que de la palabra coro nos trae el Diccionario Enciclopédico de la Música, es la siguiente: “Conjunto de cantores que ejecutan obras al unísono o a va- rias partes armónicas”. Mas esta definición escueta nos deja inmóviles para el análisis que a la luz de la estética debemos hacer del coro. Penetrando un poco más en los términos conexos y que en épocas remotas ocuparon planos de primerísima importancia, nos encontramos con que la denominación canto coral procede de aquellos tiempos en que las personas eclesiásticas, congregadas en el coro, salmodiaban juntos o alternando, los oficios divinos. El escudriñar la historia hace surgir como conclusión determinante que las funciones cumplidas por la estética en cuanto al coro se refiere, han ido variando en cada época así como también en cada género.

Los griegos primitivos le asignaron a la danza, la poesía y la música la denomina- ción común de corística representando en la tragedia un papel abstracto y simbólico; reproducía el soplo lírico de la poesía popular.

Si nos atenemos al criterio de Spencer, conseguimos bases materiales que robuste- cen en cierta forma la opinión referente a la variabilidad de la estética de acuerdo con la variabilidad del género o del tiempo.

La música ha nacido de las transformaciones del lenguaje; cuando este lenguaje es idealizado por la pasión en virtud de las relaciones que existen entre el sentimiento y la actividad muscular, emergen estados de ánimo diferentes, con los cuales colabora la misma naturaleza que se ha encargado de formar en la voz humana diversidad de timbres, de colores, de registros.

Producto de esas complejidades bio-psicológicas, históricas, sociales, etc., ha de ser la función estética del coro.

Cuando contemplamos una multitud entusiasmada ante la perspectiva de que su equipo deportivo predilecto pueda salir vencedor, el estado emocional de quienes entonan sus himnos de alegría, ese gran coro participante, el material utilizado, originarán ante el esteta contemplador, placeres y sentimientos estéticos totalmente diferentes a los que podría proporcionar un coro de ángeles o doncellas que en un templo trate de trasladarnos a mundos desconocidos. Iguales diferenciaciones podrían establecerse en las interpretaciones que hiciera un coro de ejército entrenado en canciones guerreras capaces de predisponer los ánimos para el combate, o las interpretaciones jocosas, sentimentales, galantes, amorosas, etc., que en el teatro realice un coro destinado a efectuar conciertos cuya exclusiva finalidad sea proporcionar deleite espiritual a los auditores.

 

La historia nos demuestra que la potencialidad impresionante de los coros ha sido utilizada siempre con finalidades específicas, y de la correcta o incorrecta interpretación, como de lo adecuado o inadecuado del material que se use, dependerá en sumo grado lo satisfactorio o insatisfactorio estéticamente.

La función estética del coro ha evolucionado a la par con el desarrollo de la sociedad.

Son numerosos los autores a quienes ha preocupado  la  cuestión  coral. Es casi inconcebible la existencia de compositores veteranos que no hayan trabajado algo para coro. No obstante, cúpole a Palestrina  (siglo  XVI)  resumir el esfuerzo de frottolistas, madrigalistas, cancioneros y compositores, coronando exitosamente sus propósitos.

A la misa “Papa Marcelo” se debe fundamentalmente el progreso de la polifonía vocal del siglo XVI. El conocimiento histórico de la sociedad de este siglo nos dará la respuesta al por qué fue en este género musical y no en otro donde se produjera tal revolución.

Con Palestrina comienza el triunfo de una técnica revolucionada que va   a originar tres grandes corrientes: Música Religiosa, Música  Dramática  y  Música Instrumental. El impone una nueva estética. Sus motetes  y madrigales  de carácter tan severo y majestuoso eran elaborados con una preocupación por  las melodías individuales, por las armonías y por el contrapunto; sin embargo, no cayó jamás en los excesos canónicos tan comunes en ese período; siempre doblegó la técnica y la puso al exclusivo servicio del espíritu y de los ideales religiosos o profanos contentivos en los textos. Aunque fueron varios los compositores destacadísimos del siglo en referencia, al compositor aludido podemos señalarlo como el más grande pionero de la estética coral moderna. Supo vivir su época. Marchó con ella y con él su producción artística.

 

El espacio nos obliga a salir apresuradamente  de  aquella  historia.  Vemos en la actualidad países donde las relaciones socio-económicas son radicalmente diferentes a las nuestras, y en ellos, donde se  ha  logrado  armonizar la sociedad y la naturaleza, el sentido estético de quien escucha o de quien interpreta, del material humano que sirve de instrumento expresivo, tam - bién es radicalmente distinto. Es otra la actitud de quien contempla multitudes humanas aprovechando recesos de su trabajo en la fábrica, para entonar vigorosamente cantos de alegría y de paz. Distinta ha de ser la  actitud  de  quienes interpretan arte coral, pletóricos de  optimismo,  disfrutando  íntimamente la satisfacción que produce el sentirse seguro ante la vida, con las condiciones materiales suyas y de sus familiares garantizadas por  la  distribución equitativa del trabajo, de la riqueza y de la justicia; con la perspectiva de poder estudiar a fondo las materias artísticas si hay anhelos creativos o condiciones individuales propicias.

En los países donde observamos estos fenómenos,  el  coro  ha  trascendido a toda la colectividad, no hay rincón geográfico capaz de exhibirse sin que resuenen en su ámbito las grandes armonías o polifonías corales; allí el coro perforó las otroras murallas infranqueables de los  cuarteles, humanizando; penetró definitivamente en la escuela desde el kinder hasta la Universidad, sensibilizando; lo encontramos en los  templos,  limando  las oscuras discordias, en las calles cuando se realizan  las  grandes  manifestaciones, en la ferias, en los mítines, en las plazas. En los países de la nueva sociedad, el coro prendió en las masas y este hecho solamente nos hace suponer la gestación de una estética coral nueva, revolucionaria, que si no se ha escrito todavía, la cotidiana observación nos señala nuevas luces.

Petkoff, Teodoro. "Zhivago-Pasternak"

En la novela de Boris Pasternak, “El Dr. Zhivago”, se puede apreciar la existencia de un hilo conductor que sirve de armazón ideológica a su argumento. La trama de éste ha sido tejida sobre una urdimbre filosófica cuyo postulado fundamental es el de negar la posibilidad de transformar el mundo mediante la acción de los hombres; rechazando, en consecuencia, la idea del hombre como hacedor y actor de su propia historia y concibiéndolo como un ente pasivo, sometido al principio —caramente defendido a lo largo  de  la obra— de que “la naturaleza vence al hombre”.

“¡Rehacer la vida! —exclama Zhivago—. Así solo  puede  pensar  la gente que acaso lo haya pasado muy mal, pero que jamás conoció la vida, ni sintió su espíritu ni su alma. Para éstos la vida es un  puñado  de  materia en  bruto a la que no han ennoblecido con su contacto y que por esto necesita una nueva elaboración. Pero la vida no es una materia, una sustancia. Le diré para que lo sepa que es un elemento que continuamente se renueva y reelabora. Ex - ternamente se rehace y recrea, y está muy por encima de todas nuestras obtusas teorías”. Aquí está condensada la ideología del personaje: por  una  parte, solo serían capaces de pensar en la reelaboración de la vida  aquellas gentes que en su concepto, patológicamente individualistas y autosuficientes, jamás conocieron la vida según lo que ésta es, de acuerdo a los cánones zhivaguianos; por otra parte, todo intento de conocer “la vida”, de descubrir sus leyes, de prever sus tendencias y corrientes no es sino la enunciación de ‘‘obtusas teorías”, inadecuadas para la labor de transformación de aquélla y cuya renovación y recreación constante tendrían lugar contra y a pesar de los hombres.

Tal pensamiento emparenta a Pasternak directamente con los representantes del escolasticismo medieval. Especialmente porque, a pesar  de no decirlo de modo expreso, un individuo de un  misticismo  tan  acentuado como Pasternak —y, por proyección, Zhivago—no  puede  dejar  de  atribuir  sino a Dios la causa de ese continuo rehacer y recrear de la vida.

Pero no es a esto a lo que fundamentalmente queremos referirnos, sino a la anécdota que sirve a Pasternak para demostrar su tesis.

El punto de vista de Zhivago nace y se desarrolla en contacto con un hecho objetivo: ante sus ojos tiene lugar la más  formidable  tentativa  del  género humano por transformar el mundo, la Revolución rusa de 1917, y en su opinión tal esfuerzo resulta un fracaso. Opinión  nacida,  por  supuesto, de  la más absoluta incomprensión de lo que ocurrió en su patria en los años de la guerra civil; lo cual condujo a sumirlo en un estado de desilusión y depresión    en el que sencillamente se dejó morir, en un angustioso proceso de auto- aniquilación —magistralmente descrito, por otra parte—.

 

Sin embargo, Zhivago no condenaba a priori la revolución. De  hecho llegó a experimentar simpatía por ella; hasta tal punto que años más tarde, su amante Lara le reprochaba su cambio: “Antes no juzgaba con tanta aspereza la revolución. No sentía tanto rencor”. Y era cierto. Cuando sobrevino la revolución Zhivago la consideró necesaria y le ofreció sus servicios de médico e inclusive, cuando uno de sus colegas se quejaba de las molestias que tenían  que sufrir, Zhivago manifestaba su respeto por quienes ocasionaban tales molestias. Más aún, llegó a entusiasmarse con los primeros decretos del Poder Soviético: “¡Que magistral operación quirúrgica! Echar mano  del  bisturí  y  sajar tan maravillosamente todos los viejos abscesos. Sin equívocos y con toda sencillez se liquida una injusticia secular...”

No obstante, bien poco tiempo hubo de transcurrir para que su  entusiasmo se tornase en amargura. Apenas unos  meses  más  tarde  la “magistral operación quirúrgica” solo merecía de él las más ácidas conside- raciones. Caos, desbarajuste, sangría inútil, ineptitud,  fueron términos usuales  en su lenguaje cuando se refería a la revolución. Y han sido estos calificativos  los que han dado pie para que se tenga a la obra de Pasternak como el más irrecusable alegato contra la revolución soviética y el régimen que  nació  de ella.

¿Hasta qué punto, empero, puede ser considerado como válido el testimonio de Zhivago? Para responder a esta pregunta tenemos que ubicar socialmente al personaje. En efecto, ¿quién es este Zhivago cuyo juicio se supone ha de demoler una obra de cuarenta años?

Zhivago es un intelectual. Un miembro de esa brillantísima “intelligentsia” rusa de fines del siglo pasado y  comienzos  del  presente,  médico y escritor, hombre  de  óptima  cultura. Pero Zhivago es  un intelectual  de la burguesía. Desde el punto de vista de clase es un burgués. Hijo y nieto de grandes burgueses, finalizará sus días como un burgués venido a menos. Y esta condición social del héroe de Pasternak determinará y condicionará su pensamiento hasta su muerte. Su simpatía inicial ante la revolución era la de  toda la intelectualidad rusa hacia cualquier cambio en la podrida estruc tura del zarismo y su odio ulterior es el odio de la burguesía hacia una revolución que hizo añicos sus privilegios de clase.  “Este  poder  está  dirigido  contra  nosotros", dice Zhivago a su suegro y este “nosotros” es la burguesía, la burguesía en su más mezquina concepción: cuando  el  hambre  y  las  dificultades comienzan  a apretar en Moscú, el héroe y los suyos resuelven huir   a una antigua propiedad familiar en el  campo “en busca  de un lugar donde pasar inadvertidos”.

Y este hombre que huye, que no tiene el valor de dar el frente a las dificultados, este hombre que retrata  su  enana  categoría moral  cuando aconseja como norma de vida a su familia “no dejarse ver demasiado, estar escondidos, comportarse prudentemente” mientras la gente de su clase lucha con ferocidad en defensa de su mundo; este hombre incapaz para la lucha y la acción, mientras Rusia se desgarraba en aquel  torbellino de sangre y fuego de    la guerra civil y la intervención extranjera, en aquel colosal choque de clases, aquel águila que pretendía ser el depositario de lo más grande y más noble de     la intelectualidad rusa (“lo único vivo y luminoso que hay en vosotros —decía Zhivago a sus amigos Gordon y Dudorov— es que en otro tiempo vivisteis conmigo, a mi lado”), escribía en su rinconcito provinciano una frase digna de cualquier Babbit: “¡Qué felicidad trabajar para uno mismo y para la familia  desde la mañana a la noche, construirse una casa, cultivar la tierra...”.

A pesar de todo, si alguna duda pudiera existir acerca de la posición y    los sentimientos de clase de Zhivago, ella desaparece al leer la descripción de  un encuentro entre los guerrilleros rojos y las fuerzas blancas, en el cual  participó nuestro médico. El tono de  Pasternak, habitualmente sobrio  y  terso, se hace casi épico en la pintura de los combatientes blancos: “eran muchachos     y jóvenes de la burguesía de las ciudades... el doctor no conocía a ninguno,   pero muchos rostros le parecían conocidos, familiares, vistos en otra ocasión... sus rostros expresivos y cordiales tenían un aire común, de familia... el deber,    tal como concebían que debían cumplirlo, los animaba de un arrojo entusiasta, inútilmente provocador... toda su simpatía estaba del lado de aquellos muchachos que morían heroicamente, y con todo su corazón deseaba que vencieran. Eran retoños de familias próximas a él por espíritu, educación,  mundo moral y conceptos”.

Esta persona que deseaba “con todo su corazón” que la contrarrevolución venciese, necesariamente tiene que darnos un testimonio de aquellos días desprovistos por completo de objetividad, preñado con toda la parcialidad, el sectarismo y el rencor que cabe esperar de su origen social. Un hombre que se marginó de los acontecimientos, que voluntariamente se aisló, incapaz de apreciar a través de su vivencia particular la experiencia universal del pueblo ruso un intelectual cuya incomprensión de lo que ocurría a su alrededor llega a niveles realmente zoológicos al quejarse en 1919 — ¡en plena guerra civil, en un país en llamas!— de que la revolución todavía no había “logrado algo concreto”, no puede ser testigo en un juicio contra la revolución soviética. Intentar el proceso de ésta a través del punto de vista de Yuri Zhivago es una tarea tan necia como juzgar el movimiento del 23 de enero en Venezuela a través de las opiniones de Pérez Jiménez o Vallenilla Lanz.

Se ha dicho (“Cruz del Sur” N° 42, artículo Ambretta Marrosu) que “El  Dr. Zhivago” sería un ejemplo de lo que el eminente marxista húngaro, Gyorgy Lukacs, denomina “coexistencia del realismo con ideología reaccionaria”. Tal aseveración me parece discutible. Se comprende ello en Balzac, por ejemplo, pero ¿en Pasternak?

Cuanto a que Pasternak sea un reaccionario, es obvio. Lo que si nos parece mucho menos cierto es que el del Dr. Zhivago sea un caso particular “a través del cual podemos ver la realidad total”.

Admitimos, sí, que Zhivago y sus particularidades subjetivas están descritas con criterio realista. El caso de este intelectual evidentemente fue común a un vasto sector de la intelectualidad burguesa de Rusia. En este sentido Zhivago puede ser considerado como una suerte de hermano espiritual del personaje de Hesse, Harry, el lobo estepario. Si éste resume la angustia y la desesperación del intelectual burgués condenado a vivir en un mudo cuya “explicación” le resulta de cegadora evidencia, pero cuya “transformación” ni siquiera se le plantea, Zhivago, por el contrario, es el burgués atrapado en el vórtice del huracán revolucionario, colocado en el mismo epicentro de esa gigantesca conmoción histórica que es el derrumbe de un determinado ordenamiento social y su sustitución por otro.

Lo que para Harry ni siquiera es una perspectiva aceptable es para el ruso una ruda realidad a la que hay que enfrentar, para bien o para mal. Y, sin duda, su proceso interior es humana o históricamente real. Más aún, la descripción de la visión deformada y prejuiciosa que tiene Zhivago de la revolución está dentro del más cabal realismo literario. El veía así a la revolución y el escritor debe darnos esa visión y no otra. Pero esto de ninguna manera nos autoriza a decir que la realidad total, objetiva, correspondía a su reflejo en la mente de Zhivago. Pasternak nos da el reflejo y la causa de éste: el mundo objetivo está visto a través del ángulo del héroe y también a través del ojo del autor. Y la pintura que éste nos hace de la realidad objetiva, la descripción de la revolución, la descripción de las condiciones materiales y espirituales del mundo en el que está inmerso Zhivago (lo que, en fin de cuentas viene a ser la realidad total) es falsa. Enteramente subjetiva y en consecuencia no realista. Leyendo a Pasternak se puede realmente conocer, como dice A. M., “la realidad telúrica (?) que significó la Revolución de Octubre”, pero lo que significó para un minúsculo sector de la sociedad rusa, el de la intelectualidad burguesa, a través de cuyo caso particular (incluso si, como piensa A. M., se complementa a Zhivago con Gordon, Dudorov y Evgraf) no podemos apreciar absolutamente nada de la realidad histórica y social que significó la Revolución de Octubre.


El problema es que el concepto de realidad, en  uno  de  sus  multifacéticos aspectos, está estrechamente asociado al de típico. Pues bien, todos los comunistas y revolucionarios, todos los guerrilleros y todos los hombres del pueblo que retrata Pasternak (Pasternak, no Zhivago) son unos cretinos, para decir lo menos. Ahora bien, esta clase de gentes constituían la realidad de la época revolucionaria y, por más  que  hubiera muchos  de  ellos con las cualidades que les atribuye Pasternak, no hay duda de  que  los  personajes típicos de los tiempos eran los puros y desinteresados, propios de todas las situaciones revolucionarias de todos los países del mundo. ¿Pueden entonces aceptarse como típicos los personajes de Pasternak? ¿Puede  ser  realista semejante descripción de la revolución?

Difícilmente pueden aplicarse a Pasternak los conceptos de  Lukacs  sobre el realismo crítico. La referencia que en este sentido hace el filósofo húngaro a Lenin solo puede considerarse apropiada para los escritores  del propio período revolucionario y años inmediatos pero no a un Pasternak que treinta y más años después de la revolución, en plena construcción socialista,    no ha superado “la sacudida de este traspaso  repentino”  y  permanece tercamente aferrado a ideas y prejuicios definitivamente enterrados por la historia. De allí que considerar la obra de Boris Pasternak como una “obra de confín” —al decir de Ambretta Marrosu—, reveladora de una  presunta transición hacia ideas socialistas, parezca más bien un “tour de  force”  an tes  que la constatación de un hecho real.

En realidad, sobre Pasternak una de las opiniones más sensatas que se  han emitido es la de un escritor italiano, no comunista, quien lo consideró un “viejo icono” y a la lucha en su favor como una anacrónica cruzada por la liberación del Santo Sepulcro antes que una  moderna batalla por la libertad de  la cultura.

A Julieta

Rodríguez, Argenis. "Una persecución. A Julieta. Capítulo de novela"

Y no hacía nada. No porque huyera, sino porque no se encontró con nadie. Volvió al hotel. Abrió la cortina. F..., sentada en la cama, lo vio entrar.

  • ¿Qué  hay? —dijo.

—Ahí  —contestó ella.

Pausadamente se dirigió al otro cuarto. Se asomó.

  • ¿Y Juan? —gritó. F... oyó a través del tabique.

—No ha regresado.

  • ¿Qué será?

—Nada. Llamé a la estación. Parece que el tren se accidentó. Eso me dijeron.

  • ¿Pero no ocurrió nada?

—Nada. Fue llegando. De allí se irían a pie o en carro.

  • ¿En Valencia?—. No oyó la respuesta, pero tampoco la esperaba. Y además estaba ido. Abstraído. Se encontraba en otro mundo. No se sentía entre el estante de libros, la desarreglada cama de lona, la mesa con la inservible máquina de escribir, ni la claridad que empezaba a abandonar el aposento. “Nadie, nadie”.

Parecía que acababa de darse cuenta que para ellos no contaba la esperanza. No obstante pensar que en cualquier momento acontecería un atentado, él ya se encontraría recluido en prisión. Pero ese era ya tema de una semana. Para él ya no contaba nada. De sus compañeros no se habría sal vado nadie. Por lo menos él había tenido tiempo de huir. Le salvaba no encontrarse fichado. Sin embargo, sus contactos le fueron cortados, se le aparecieron una noche y le ordenaron cambiar de domicilio. No ocultó nada. No había tenido tiempo de ocultar nada, se dijo. Y le pesó no haberlo hecho. Pues tuvo oportunidad de aparecerse por la pensión y hablar con la dueña. La señora se mostró bondadosa. Le ofreció toda clase de suertes; quemarle lo que pudiera complicar la casa. Y por eso no sacó nada, porque hasta la fecha no había ido por él.

 

Luego sintióse extrañado al saber su casa vigilada. Y las preguntas del hombre que se presentó haciendo la encuesta sobre el cigarrillo que fumaba y más agradable le parecía. “Es conmigo, se dijo, es conmigo”.

Después se vio en la calle (era noche de lluvia) caminar por los bloques cercanos a la residencia de su prima. La presentía su único refugio de  confianza.

No se atrevía a entrar.

Cruzó la calle en dos saltos y se dirigió, todavía indeciso,  hacia  el  garaje. Por lo que distinguió, faltaba el  automóvil del  esposo de  su  prima.  “Es la mía”.

Subió las escaleras. No encendió la luz para no llamar la atención de un todo. Pero se encontró con la puerta abierta y varias personas despidiéndose. Por lo visto estaban de fiestas. Y como nuevo inconveniente, acentuó su indecisión. Esperó con un terco y arrebatado decaimiento. Para nada, se diría después.

Y para no tener que llamar dos veces, se apareció cuando las últimas personas eran acompañadas por su prima hasta la escalera.

Entonces ella lo distinguió. Se volvió después seguida por él, que ya  había empezado a contarle todas, con voz quebrada de frío, por las que estaba pasando.

—Y tu madre —decía ella—. Tú no piensas. La vas a matar. Pero si la estás matando.

“Otro no lo hubiera hecho, se dijo. Si yo sabía cómo eran ellos”.

  • ¡Te acomodaste!

Tomó asiento mientras le arreglaban una cama. Pasaría la noche en la  sala, decía. No contestaba. El total era pasarla en cualquier parte, menos en la policía. La palabra policía le recordaba a lo que había llegado. Su prima se lo reprochaba.  El colmo lo completaba al recordar cómo la tenía al corriente de   sus actividades. Al principio creyó ganársela. De una manera romántica y boba se encontró en un estado de depresión debido, según dijo, a que ella lo  creía hombre de interés.

Pero a este estado ella no hacía más que exclamar:

—Yo sabía el resultado. Y eso no es nada. Lo serio es que el que lucha no consigue nada. El que consigue es el otro. El que está por encima de ustedes y  no hace nada. ¡Vaya instrumento!

Pero no hacía caso. El Partido le había preparado para estos encuentros. Era ya una pequeña burguesía definida. De ahora en adelante no contaría más con ellos. Oportunamente, pensó no le parecieron absurdas tales advertencias.

Y llegó a culparse. Hasta cierto punto le daba la razón. Tal vez si él no hubiera dicho nada de lo que llamaba el subterráneo, que era un ejército dispuesto a hacerle frente a la dictadura, y desmañarse en explicaciones de que solo le faltaban armas, la alternativa sería otra.

Además tampoco pudo pasar la noche bajo ese techo. No había  entrado  el esposo de su prima cuando ya estaba gritando que desde ese momento se verían complicados también.

—Tú andas vigilado —decía—. No me hagas creer que no andas vigilado.

Le tendía dinero que el muchacho rehusaba, diciendo que el Partido le facilitaría casa. “Una concha”. Reía pesadamente, indiferente oía aquella voz encomiarle ruidosamente y bajar de tono, al decir:

  • ¿Pero cómo vas a creer que voy a estar contra el gobierno? Tengo a mi pa- dre, que desde que comenzó a mandar, vive de él. De  él  vivo yo,  nosotros;  hasta tú, si necesitaras te podrías  mudar  para  acá.  Pero en las condiciones  que te encuentras, solo conseguirás que te sienten en la panela de hielo.

En otra época, en otro tiempo, le hubiera  contestado  citando  la economía política, revoluciones,  guerras, países, estados. Pero una impotencia  se había apoderado de su ánimo, que  más ridículas no  se  las podía imaginar. Y a oír semejantes ejemplos, preferible pasar la noche en la calle. Trató de  retirarse. El hombre lo tomó por el brazo. Su prima, apenas había entrado su esposo, se lo había dicho a su manera y permanecía callada. Aquel hombre no descansó para “descargar” consejos, amenazas ni gritos. Le palmoteaba en el hombro.

—Agarra esto por lo menos, decía, mientras trataba de meterle algo en los bolsillos.

El joven se resistía a tomarlo. Cuando pudo lo dejó sobre la mesa y    salió halando cuidadosamente la puerta. No se despidió, ni tuvo necesidad de volverse para saber que la pareja había abierto la puerta y  estaban  allí  mirándole descender la escalera, y pensó que al perderse entre  las  sombras oirían aún sus pasos.

El recurso era uno y el último. No tenía siquiera necesidad de hacerse pasar por un  delincuente. Con decir que había dejado el trabajo y pensaba irse    al interior, le facilitarían ayuda. 0 por lo menos le dejarían pasar varios días en  su compañía. Ya le había hablado a Juan mucho antes de dejar el trabajo y dedicarse de lleno a la obra esbozada. Tomaría gran parte de su diario u observaciones del día. Era del conocimiento de Juan y a él iba dedicada. Por lo menos hasta ahora lo había pensado.

"Hay que agarrarse, pensó. Si lo hubiera pensado antes... Es como todo. Todo cambia en trances como éstos. Sin embargo, no es traición; es habilidad     o miedo. A lo más que se parece es a un recurso... Y tratándose de recursos... Nunca he dejado de saber que el Partido se pierda de oportunidades".

Pegado a las paredes para evitar la lluvia, caminó a pasos rápidos. Cuando llegó, Juan no se encontraba en casa.

Sanoja Hernández, Jesús. "La batallas del rey Alcor"

Junto a su pie y desprovisto de la asistencia del cielo, Alcor sugería la forma del corazón.

Su corte perfumada, con grandes túnicas y doctrinas, sabía robar una flor en el verano

o esparcir la probable superficie de lo enfermo.

El polvo, a lo lejos, ascendía hacia el delirio.

Ni halcones ni tropeles en medio de los bosques:

pues su arte se iniciaba sin sonido, ausente

de las fiestas del campo. Era la dinastía hueca, la inexactitud, el

                                                                                                                        [fiero cetro.

Ni expediciones al otro lado, tampoco:

Solo dos gavilanes que se estremecían en las plumas

y con el pico destrozaban la parte bella del planeta.

Y una llave de plata y un adornado navío

para la tarde, con proa y miedo, con absurdo

deseo de aniquilar.

¿Cómo llegó su estruendo a la más callada

esfera del sistema? ¿Por qué sus cuchillos

menores que el relámpago, siempre sin ternura,

pudieron alzarse ante la fabulosa equis del azul?

Los reyes del cuarto imperio apartaron la flor de lis

y se besaron las manos mutuamente.

Entre espejos, más acá de los mercados, casi al centro

de la última matanza

el monarca bebía café y señalaba con mariposas rojas

el designio, la fuerza, la muscular e infinita costumbre de la muerte.

Y todo sucedió como en un astro sorprendido, como en aire.

Una estrella se mudó de puesto, otra permaneció en su sitio,

y con luna creciente y como marea que se agolpa

los caballos,

la negrería,

los príncipes consortes,

las barriadas del Norte y los himnos

se levantaron en una sola vuelta, en un giro magistral,

dueños del estandarte, los escudos, las batallas.

El emperador ordenó cruz sobre cruz, descendió de las montañas

y tumbó el ojo izquierdo sobre un párpado de agua.

       "Oh Nubia amada, oh mujer que distingues y asesoras: ni los huertos dan frutos ni los esclavos calma,

       ya mis espadas no aparecen en el cielo,

       ya tus alhajas no brillan al lado del espacio.

       Matemos. Colguemos dalias. Tengamos seguro entre los puños el temblor más ligero. Hagamos cárcel para el capitán,

       la nube, el colibrí,

       para lo que viva, flote o permanezca”.

Y cada gendarme desbordó un oficio y cada objeto apresó un amor

y cada interés humano se apagó en medio de los humos…

Alcor extiende su imperio

El cuatro, como era día sacro, las campanas sonaron.

El cinco, como era día de asueto, la muchedumbre fue a los parques.

El seis, ay de la amplia teoría que sangra, entre tumbos,

insensato y asesino de las ondas, bailador de tangos,

tesorero del alma,

tomó posesión del reino de ultramar. Alcor,

 

                                                                          Alcor el estadista,

                                                                          gimnasta del estrado

cuya fórmula secreta nadie conocía,

 

entró con medallas y números, leyendo traducciones griegas

y pasando el índice por Roma y la Edad Media.

 

¿Era el palacio la residencia del ser o, en cambio,

el hombre podía abrigarse en otro mundo?

 

Lado y lado de lo separable, adentro se abría el encaje;

afuera, en plena calle, la urbe apegada a sus recuerdos.

 

Y aquí, donde todo se reúne, el orden, la red, las estaciones

Lentamente vino la noche y los puertos se fueron llenando de sal

y aquel destello de la inminencia subía y ascendía

en medio de los movimientos estelares.

 

Lentamente vino la madrugada y la multitud se fue evadiendo

y aquel rayo extranjero florecía y destruía

en medio de las oleadas más preciosas.

Alcor sin embargo persistió, y asistido por cobrizos candelabros,

tocando flautas, mirando arañas, devolvía los saludos

al Embajador de pequeñas posesiones, guardaba en cofres

las vasijas y las reliquias

 

enviadas por el jefe de la tribu constelada.

Después cultivó su fama y sus papeles

(que no eran teatrales,  apenas si envejecidos)

y se volvió con gran diligencia hacia lo oscuro.

¿Tendría compasión del fulgor? ¿O de la antorcha, de los sueños?

Alcor disponía su escuadra y agitaba las orillas

del miedo.

Enjambrado, aniquilado, verduzco;

entre besos a Escorpión, dudando

si punzaba,

si enterraba,

si rezaba,

con su corazón de cinco puntas y su modo de odiar,

mitad naranja y mitad gris imperial,

hizo al fin

                                                                          estallar la pulpa.

Por puro freno y tal vez por rito, nuevamente

 

                                                                                        el pueblo se contuvo.

 

¿Qué era y dónde iba ese desafío innumerable?

Si hubiese oriente, era la zona del peligro;

si hubiese sur, iba pulsando la dinastía y sus colores.

 

Pero ni oriente ni sur, ni era en sí, ni iba

a parte alguna, al punto con destino.

 

¡Así de difícil parecía ceñirse la corona!

 

¡Oh tú, después de las lluvias, seguías siendo, pues,

el solitario,

devoto caminante de lo que nunca toma el hombre,

oh, pueblo

sereno y alzándote, lujo del vuelo y el disparo,

tú, diez veces sobre la comarca, fugacidad

vasta que todo lo creas y reproduces,

nombre del mar, de la tierra y los poderes ocultos.

La cita con la mujer fragante

Reinar no es lo decisivo. Primero hay que saber colocar la mesa,

romper el alba. Y están además las maneras de leer

y los actos voluntarios.

La esperada era Fulvia, su esmalte nupcial,

el fragante cuerpo que se iniciaba tras el fuego.

El ángel era yo, que caí sin nieve

y desenvolviendo todos los pájaros del sol.

El predio elegido seguía intacto,

y junto al agua, después de pasar el puente,

se alzaba el bosque de frescos tamarindos.

¡Bravo horizonte que a muchos nos cubría

y que estrechaba nuestra alianza, penumbra de animal

y huella del acaso!

Sobre los campos quedó marca de nuestro encuentro,

pues cada recuerdo nos hacía, pues cada rostro

señalaba la venganza del exilio.

Con más entusiasmo los dioses nos probaron

y casi inventamos la paz, la plenitud del día.

La fuga del rey, la alegría

El rey huyó con un tallo de maíz, con diez azulejos

su mujer,

mientras de punta a punta, al borde de los entierros,

los consejeros curaban heridas.

De las cuevas —o del rincón celeste, de algún secreto—,

insurgieron brujos y militares de mirada trunca:

uno a uno dispusieron tragaluces en las casas,

cerraron puertas,

lanzaron ráfagas de siniestro sobresalto, materias inaudibles,

fuegos impropios de un amante, de una ciudad tan alta.

Arengaron y gimieron: en fila y al poniente, 

el franco guardador, los fabricantes, los amigos de otro tiempo,

sostenían las hermosas velas, su hilo azul que brillaba tanto.

Luego, en vista del eclipse, con sellos superpuestos

(un paisaje de Castilla,

el general de banda tricolor, cierta muralla)

con vientos contrarios y con brújulas,

se echaron al faro, se fueron al presagio de otro mar.

Algo creció en nosotros, enemistad del espíritu

y su sostén sobre aquella espuma brillante y elogiosa.

Y el amor decía y no decía, su sí de abierta batalla,

su no desfigura deshonesta, pero era amor,

la memoria ¡nada!, y los embates,

la eternidad o el fuego

cubriendo lo más extraño, la furia decididamente silenciosa.

¿Y por qué vibrabas tú, soberana del inicio, cuando

del fondo las hazañas saltaban, el pueblo y la victoria?

¿Por cuál ojo de la imagen querías conocerme

si el tiempo no tornaba, si la distancia daba su luz

a la nueva inteligencia?

Al fin, cese, reposo, terrible cero de los truenos,

la vida tuvo su esplendor, nosotros la madera y los racimos.

¡Gloria al brote de la semilla, a las leyes del combate

que han tocado, hermoso sol, parte de la ciudad, parte del reino

antes invencible. . .!

Mientras venía la estación

Estuve cercado por valientes héroes. Todos éramos

                                                                          mientras Alcor coleccionaba frutas

                                                                          en el país de los fantasmas.

Estuve custodiado por guardias provinciales. Y en la mañana,

unido a la vigilia por los vapores de agosto, cuando caía sobre el

                                                                                                                            [hastío,

Se extendió en mí, de una a otra región, inalcanzable

como el océano que se desgasta y se prolonga.

Con su ala llegó al dominio de la serpiente voladora.

Con su pupila venció en los torneos del martirio.

Con su brillo (aquel deseo que se erguía, que apoderaba)

conquistó tierras para mi alma.

Sobre el trébol, en este, en el otro momento de mi triunfo,

Fulvia desapareció, más guerrera que nunca, más nutrida.

En los salones no estaba, en las plazas. Ni en el texto.

Oh, su paz,

aún, después, jamás, a través de las muy notables circunstancias,

siguió ayudándome,

dándome ilusión junto al suelo.

Pasó el primer año y alguien preguntó ¿qué te ilumina?

Y montó en caballo y dijo adiós.

Pasaron tres años y mi hombría me mataba, me incitaban

la ceniza, el olor, el impulso de partir.

Entonces advino la estación lluviosa, inundación del vigor

y aves que rasgaban las mejores cosechas, los escogidos cielos.

Entonces fue la humedad

y frente al prodigio, siempre como al regreso.. .. ¡el afán, el afán!

Fui entonces yo, y a mí pasó la herencia de todo lo sonoro,

fui el magnífico soldado, en el abrazo, junto a ella

que no sabía gritar,

que no sabía saltar al infinito.

Así empezó nuestro mando, alto o desconocido,

como la vuelta, como el cruce

del relámpago hacia el invierno.

El nuevo régimen es parte de la historia

A vosotros os miro, comandantes de las banderas populares:

y no será igual que el silbido, que la ruptura leve,

la misión de ejercitarse y de vivir conjuntamente.

No basta un ciruelo para construir este agobio incesante... ¡Ay

                         de la potencia que fue armándonos por dentro,

                         aquel duro racionalismo sin medida,

                         la tortura en el linaje y en la frente,

                         más el llanto, más la huída, más la costa.

                         ¡Ay!

                         Las riberas del Sena y los límites del mundo.

Allá, allá, en lo hondo, se gestaban el ser, los poderes fulminantes del régimen.

El escudo era la invención; el fusil y la selecta artillería

eran la corona que ansiábamos, el anhelo puro.

De este modo, os vuelvo a saludar, conquistadores, armeros, jóvenes.

y felicito el extremo amor

que, entre los árboles, junto a las comitivas,

nos dio este sueño y esta mano.

Muerto Alcor, el empuje es más terrible, y nos envuelve, oh vida,

a nosotros, solos, frente

a la hazaña.

Caracas, mayo de 1959

Sanoja Hernández, Jesús. "Notas para la burguesía intelectual"

Con prosa inteligente y desde austera soledad, Guillermo Sucre ha hecho una defensa de su posición ante el fenómeno Neruda [15]. Tras lecturas sosegadas y persiguiendo una idea básica que nunca le negué al primer artículo de Sucre, he encontrado en su refutación un cuidadoso trazo de la curva estética nerudiana, según la ve el j o v e n traductor de Saint John-Perse en esta época de revisiones y condenas. Mucho margen para el diálogo, y el esclarecimiento deja esta reiteración, y no será una veneración negligente la que impida a los de Tabla Redonda abrir camino para la discusión de ciertos problemas que todavía se mantienen en un nivel intocable o conjetural.

Para Neruda como tal, para su poesía, habrá tiempo y batallas. La historia nos ha enseñado que torcer el cuello al cisne y limpiar las Academias con sonoros ecos generacionales, no siempre significa la consagración de los iconoclastas ni la caída de los “monstruos sagrados", sino un inevitable puente entre la tendencia dinámica de la vida y su afán estático. La segunda enseñanza es la de que ambas fuerzas, vistas más tarde a través de una larga perspectiva, participan plenamente en la continuidad del arte o la obra humana. Casi diría que la historia resulta cruel y absoluta en este aspecto y que niega todo espacio para inoportunas excepciones.

No me ha asombrado, pues, la actitud de Sucre. Tampoco considero que sea Neruda lo más inquietante en sus sobrevuelos polémicos. Veo, en medio de las cosas dichas y por decir, algo de más relieve. Me refiero a su incursión por un predio prohibido, a veces exagerado por voluntades mediocres, a veces declarado culpable por malos cultivadores del arte. Estoy hablando de su alusión a la “burguesía intelectual”, frase que se me antoja tan audaz cono metafórica y cuya proposición literaria se emparenta con la que en sociología tradujo Uslar Pietri al pedir loas para su “clase gerencial”. Desde luego, que en Sucre parece haber el propósito contrario: en vez de alabar, emplazar.

El señalamiento de Sucre es puramente marginal. No entra a definir lo que entiende por “burguesía intelectual”; si es perniciosa o fértil, si sus tareas van más allá de una acogida triunfal a Pablo Neruda. Se comprende así que el término “burguesía intelectual” quede en el aire y que acaso esta vez su presencia se deba únicamente a la necesidad de añadir un cargo más al sumario anti-nerudiano.

Para Tabla Redonda no es ningún desafío poner en el centro del escenario las palabras mágicas de “burguesía intelectual”. Como espectadores, aceptamos opinar y como actores, de quererlo quienes llegan en el ejército rebelde de la literatura, podemos y ansiamos intervenir. Mientras esto sucede, aislemos el conjuro y veamos cuál es su posible verdad.

¿Es “burguesía intelectual” ya que goza de haberes y pertenencias materiales y la que deriva ese poder original hacia los jurados de pintura, los premios de literatura y las redacciones de los diarios? ¿Es, en otra versión, la legión que alguna vez cruzó por el campo revolucionario y que ahora, por azares de la estabilización económica, reside en suntuosas urbanizaciones? ¿O tal vez la referencia incida sobre los grandes barones del arte cuya jerarquía se hace sentir en cada opinión, en cada cita y en cada traducción? ¿O será el núcleo que desde hace años se califica como el “trust del cerebro”, pese a que los de la ironía han venido a resultar una pequeña empresa del chisme y la cobardía?

Pienso que en esta denominación de "burguesía intelectual” andan muchos alfileres perdidos y que vamos a necesitar decente valentía para precisar los límites del problema. Para mí resultaría absurdo llevar a la hoguera a un espíritu liberal solo por la circunstancia extra-artística de su cuenta bancaria, mientras se absuelve a un poderoso del pensamiento godo solo por la circunstancia artística de que supo cuidar el estilo cuando los embates políticos lo empujaron al refugio del hogar o al paternalismo de preciosista fama.

Y también interesaría mirar la red antes de identificar el presunto hilo. Para Tabla Redonda, lo que puede llamarse “burguesía intelectual” no es el centro de sus preocupaciones. Invertimos las relaciones (“el intelectual burgués”) y husmeamos y vamos tras el peligroso vagabundear de los jefes ideológicos, de los contrabandistas y divulgadores. Ese “intelectual burgués”, clasista o desclasado según tenga alcurnia o haya repentinamente ascendido, es el que nos interesa y mortifica. Esperamos el diagnóstico para enterarnos si dentro de nuestra “burguesía intelectual” impera o no la señal engañosa del “intelectual burgués”.

Al arte lo juzgamos más que como un club de magnates, más que como un monopolio contra el cual nada o poco se hace en el terreno creador, como una actividad donde hay obra, tendencia, crisis, doctrina, clase social, actitud generacional, defensa y ofensa políticas, genio, pobreza, servicio y servidumbre. Esa sería la tercera y última torre que quisiéramos asaltar, con gran lujo de armamentos, en la toma del castillo “burgués” o, por lo menos, en la delimitación de los campos doctrinarios y estéticos.

Es la trinidad de posibilidades que presento a Guillermo Sucre —que Tabla Redonda presenta a Sardio—, en espera de que el diálogo florezca y produzca y de que no se reduzca una vez más al monólogo que tras sí ha arrastrado cada generación o cada prestigio individual.

“Los archivos no guardan tanto los registros de la experiencia como más bien su ausencia; señalan el punto donde una experiencia está ausente de su lugar apropiado, y lo que se nos ofrece quizá puede ser algo que nunca poseímos” Sven Spieker

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